Por aquella metrópoli desolada
Resultaba placentero caminar en aquel silencio y con tanta gente agazapada tras las paredes de sus casas, y más que por la soledad, por el miedo: yo era un depredador y el recelo de las víctimas era como una droga corriendo jubilosamente por mis venas. Me recuerdo andando por mitad de la calle, el corazón henchido de soberbia y de gozo, con las manos metidas en los bolsillos y silbando o tarareando uno de esos estúpidos himnos dedicados al Amor y a la Verdad que habíamos cantado cientos de veces en la escuela, persiguiendo los sentimientos de aquel individuo con la insensibilidad fiera que se ejecutan los actos de trámite. Ahora, todo aquello me parece fantástico. Ahora, me inquieta el recuerdo de mí caminando a solas por aquella metrópoli desolada que era mi territorio de caza. Ahora, soy capaz de aseverar que si me hubiera encontrado con cualquier otro hombre y ese hombre no hubiera huido, lo hubiera matado en el acto. Desde dentro de las casas salían sentimientos de abrigo y amparo que eran de temor a todo lo que de indescifrable tienen la noche y los otros, a todo lo que había al otro lado de la puerta protectora. Yo estaba al otro lado. Yo era el otro en la noche. A fuerza de desempeñar el papel del que temían, en el escenario que temían, me había convertido en un ser temible. El mar hace a los peces, el campo hace a las liebres, el aire hace a los pájaros, el miedo de las víctimas hace a los asesinos.