Instinto de supervivencia
Cuando supo lo que estaba haciendo, se aferró con su mano sana a mi brazo. Tenía pavor, no tanto a morir como a los minutos de agonía del ahogamiento. Pero yo no podía hacer nada para aliviar su angustia, como no fuera darme prisa. Lo mismo que podía hacer él. “Ayúdame”, le pedí. “Entre los dos podemos acabar mucho antes con este sufrimiento estéril”. Era inútil: le había anulado la razón esa terca voluntad de la Naturaleza por mantener con vida a sus hijos incluso cuando les perjudica. Y todo para qué, para provocar en él un desasosiego postrero y en mí una incomodidad que me trasladaba de la comprensión al fastidio. Por eso le dije “muérete ya, tonto de mierda”, cuando le di el último empujón y su cuerpo cayó al agua, en la que se hundió inmediatamente.