El óxido
Mientras hablaba, lo podía empujar por encima del pretil, me dije, y me puse en el lado opuesto al río, agazapado en mi decisión, al acecho de una incertidumbre de él que me favoreciese. Pero el pretil era muy alto y ya he dicho que éramos de complexiones parecidas. Yo necesitaba un abismo abierto para matarlo. O, viéndolo desde otro parecer, lo necesitaba él para morir. Lo encontré –lo encontramos– en una de las escaleras que bajaban del paseo al muelle. Todas tenían, al menos en el tramo más alto, las barandas de hierro de cuando se construyeron, pero el óxido las había envejecido y doblegado y la dejadez de la Administración las había dejado así, facilitando con ello la posibilidad cierta de que en cualquier momento ocurriera un accidente. ¿Quién podía imaginar cuando nos levantamos aquel día que él y yo estaríamos al borde de un precipicio donde la Administración había hecho dejación de sus responsabilidades? Él, la Administración sin querer y yo queriendo éramos los actores, y el escenario era aquella escalera de piedra con la baranda rota. La obra estaba por consumarse, pero el final ya era previsible.