El agua, el fuego y yo
Si los edificios de enfrente humeaban sin pudor por las ventanas más altas, aquel en el que yo me cobijaba lo hacía por los cuatro costados. Atosigado por el humo, salí a la plaza y aguardé bajo los soportales, pegado a una columna, a que la multitud se extendiese para perderme entre ella. No había más sonidos que los del agua cayendo a chorros sobre las piedras, o a cataratas en las bocas de las alcantarillas, o en infinidad de rápidos por los altos canalones de cinc. El agua limpiaba pero adensaba el aire, alargaba los segundos y le daba a la escena un aura de equívoca trascendencia e irrealidad. El agua, que disuelve, y el fuego, que extingue –pensé–, dos enemigos irreconciliables que, sin embargo, tienen en común una cualidad purificadora. Dos elementos de la naturaleza que crean y destruyen. El agua, el fuego y yo, razoné, y sonreí.