Un celestial embeleso
Nohire y lo que me estaba ocurriendo y todo lo demás parecía irreal. No existía el tiempo ni mi cuerpo y el universo se reducía a mis sensaciones, a Nohire y al espejo.
Fue ella la que me sacó de aquel celestial embeleso.
– ¿Me ayudas? –me preguntó.
Se había echado la melena sobre un hombro y dejado a la vista el corchete del sujetador, cuya manipulación me ofrecía ya como parte de ella misma, para darle tacto a mis sueños. Me adelanté y con mano diestra liberé su espalda de la mansa opresión de la tira que la surcaba.
– ¿Sigues tú? –me preguntó y me pidió.
Como me estaba exhortando a que siguiera y a que empezara, aparté hacia su brazo izquierdo la tira que le cruzaba el hombro por ese lado y puesto de puntillas la besé delicadamente donde antes estaba la tela. Nohire me respondió con un ronroneo. Luego lo hice por el otro lado y me quedé detrás de ella, sintiendo en mi cara la caricia de su pelo y mirando al espejo: cuando me vio contemplándola, abrió los brazos y dejó caer al suelo el sujetador. La impresión me dejó aturdido.
– ¿Soy hermosa?
– Sí.
– ¿Te gusto?
– Sí.
No podía hacer comentarios ni comparaciones, por soberbios que fueran, sin estropear la forma exacta de la verdad: era que sí y ese sí era de una certeza categórica y lo abarcaba todo.