La sangre incendiada
Casi me asfixiaba cuando me soltó y se echó un par de pasos atrás. Sonreía, entonces, y me miraba fijamente. Sonreía cuando se metió los dedos bajo la cinta de las braguitas y empezó a deslizarlos hacia abajo. Sonreía cuando se detuvo y ladeo un poco la cabeza y con dulce malicia sugirió “no, mejor tú”. Sonreía cuando se aproximó y me pidió que la ayudara a quitárselas: “Por favor, no puedo sola. Anda, ayúdame”. Sonreía mientras se las deslizaba hacia abajo, y mientras levantaba un pie y luego otro para librarse por fin de ellas. Y sonreía cuando se quedó enfrente de mí, ya desnuda por completo, y yo creí que era un gran pastel que me podía comer con los ojos y con las manos, a besos y a mordiscos, un dulce de carne tibia que podía devorar hundiéndome en él y dejándome llevar por su amable sabiduría y por la intuición de mi sangre incendiada.