Miralos Fátimo

El ministro de Defensa se pasó la mano por la frente cuando colgó el teléfono. Estaba sudoroso. Había sido el alumno más brillante de su promoción de la Facultad de Derecho de Boalís. Había sacado las oposiciones de letrado del Parlamento, las más duras de Occidente, después de aprenderse de memoria los 1.726 temas del programa en el brevísimo plazo de siete años, un caso nunca visto hasta entonces. Ya siendo letrado, había escrito decenas de libros, había dado cientos de conferencias y publicado cientos de artículos en revistas especializadas y había redactado varios miles de sesudos informes que eran analizados en las más ilustres facultades de Derecho del país. Sus estudios lo habían sido todo para él en sus tiempos de universidad, la preparación de sus oposiciones lo había sido todo cuanto obtuvo el título de Derecho y su empleo lo había sido todo cuando se sacó sus oposiciones. Y dedicándose las veinticuatro horas solo a eso había sido feliz. ¿Por qué consintió en meterse en la política? Siendo letrado del Parlamento, veía a los parlamentarios faltar constantemente a las sesiones, viajar por el mundo como reyezuelos de un Estado republicano, comer y beber en las mejores recepciones y en los restaurantes más caros, presidir todos los actos, codearse con los artistas y con los ricos y recibir distinciones y honores como si el dinero con el que financiaban actos culturales y sociales lo pusieran ellos de su bolsillo.

–Fátimo, no seas tonto, el deleite está del otro lado –le había dicho un compañero suyo–. Nosotros hemos perdido la juventud estudiando para conquistar esta plaza y para cobrar un sueldo tenemos que seguir trabajando. Ellos, en cambio, el único mérito que han cosechado es estar en una lista electoral. Y para continuar cobrando les basta con votar lo que les dicen.

El síndrome del funcionario quemado le vino a Fátimo del contacto permanente con los parlamentarios y, en general, con los políticos. De ver la diferencia entre lo mucho que se afanaba y el escaso valor que los parlamentarios le daban a sus informes, poco a poco empezó a sentirse cansando emocionalmente y, por último, perdió la ilusión que había tenido en el trabajo como factor de realización personal.

 

 

Miralos Fátimo, el ministro de Defensa de Occidente, respiró hondo. Dentro del histórico cataclismo que se estaba viviendo, las variables principales estaban más o menos controladas. Se reclinó en el sillón y cerró los ojos. Tenía los músculos de la espalda agarrotados y los dedos de sus manos repiqueteaban sobre los brazos del sillón sin que él pudiera dominarlos. ¿Por qué había estudiado una carrera tan estúpida como Derecho, donde nada es como parece y hasta lo más evidente hay que negarlo?, pensó. ¿Por qué no había estudiado arquitectura, para experimentar la satisfacción de una obra que se ve, o Gramática, para distinguir hasta los elementos más nimios de la lengua? ¿Por qué había perdido su juventud pretendiendo saber más que nadie y aprendiéndose de memorieta las decenas de miles de folios en que se hallaban registrados los 1.726 temas de sus oposiciones? ¿Por qué había sucumbido al brillo de la política aplicada? ¿Por qué no había sido capaz de decir que no cuando quería decir que no? ¿Por qué, en fin, no se había recluido en su casa del lago y se había dedicado a cultivar sus aficiones mientras el mundo se deshacía en pedazos? Fátimo abrió los ojos, como buscando en la realidad auxilio para tantas preguntas, y encontró en la televisión el rostro de Monserga. Puso atención y escuchó que el periodista decía:

–La culpa de todo este cataclismo la tienen Alma Reimo y ese incompetente de Miralos Fátimo, el ministro de Defensa más nefasto que haya habido en la larga Historia de ministros de defensa nefastos de Occidente.