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Hubo una vez en Pedroche un hombre que entre la herencia de una tía soltera, la dote de su mujer y el producto de su trabajo había conseguido reunir una huerta en la ribera del arroyo Santamaría, una suerte de garbanzos en el camino de Dos Torres y cien olivos en el paraje que allí conocen como La Motilla. Eran estas fincas, sin embargo (además de pequeñas), trabajosas y desagradecidas, hasta el punto de que el pozo de la huerta solía secarse a últimos del verano, la suerte no daba más de un costal de garbanzos los años medio buenos y los olivos, que de puro raquíticos y faltos de fronda parecían escuálidos sarmientos, apenas proporcionaban a la familia aceite suficiente para el gasto.