Pedregosa, el poeta (fragmentos)
«Hay que promocionar la cultura, Emilio», dijo el alcalde. «De eso podíamos hablar hoy en casa de tu tía». Y sin decir más, le dio una palmada en la espalda y echó a andar con una resolución que no admitía réplicas. «Jacinto, tienes que hacerle una poesía a doña Teresa», dijo más adelante. El escritor, que como los demás acompañantes iba un poco retrasado, se adelantó de una forma que a Emilio pareció servil, como para demostrar que prestaba atención. «Una poesía que empiece por señora de la razón y la belleza, en tus labios he visto nacer la aurora, con rima, naturalmente, y que bien podía titularse oda a la sencillez de una gran dama», añadió. Pedregosa hizo como que pensaba, y con la sabiduría del buen adulador, llevando la contraria lo justo, dijo: «No está mal el título, ni el comienzo, y estoy de acuerdo con lo de la rima, pero quizá fuera más conveniente un soneto, que siempre es más dificultoso y queda más elegante».
En el transcurso de la conversación posterior, Emilio se enteró de que Pedregosa era asesor de publicaciones del Ayuntamiento y ocupaba un despacho cercano al suyo. «Pues la vecindad acude antes que la familia», dijo, creyendo sinceramente haber logrado una mínima tabla de salvación. Pero al preguntar al poeta por su ubicación precisa, éste le contestó con un desdén evasivo e hiriente. «Aquello no es tan grande como para que no nos encontremos por los pasillos», aseguró sin mirarlo. Y, acto seguido, el poeta reanudó la conversación que traían hasta entonces, a la que poco después dio término don Romualdo con una palmada como la de un maestro de primaria que en la clase pone fin a un rato de asueto. «Vamos, vamos, no vayan a estar los de la oposición cronometrando el tiempo del bocadillo», dijo riendo.