María (fragmentos)

Desde allí, la sacristía tenía un aire pasmado y limpio, como si el frío hubiera sedimentado todo el polvo sobre los muebles y los santos. María, que se confesaba atea y presumía de ello, sintió un respeto sagrado por aquel lugar y, repentinamente, comprendió lo que Emilio había querido expresarle durante los últimos días en el camino de vuelta del conservatorio. Ahora que era capaz de penetrar en el fondo de soledad y frío del palacio, intuía su desazón, como entreveía el calor del obispo arrimado a la mesa estufa de la salita, con la ternura que se siente por los héroes anónimos.

Abrazados, o más bien María abrazada y él resignado al abrazo, anduvieron el corredor que los llevó hasta la puerta por la que habían entrado. Emilio aprovechó que debía sacarse la llave del bolsillo para desembarazarse de María y, ya en la plaza, tuvo cuidado de iniciar enseguida una conversación, porque lo mataban los pensamientos y para que María no iniciara otra, quizá comprometida, ni pudiera explotar el silencio para abrazarlo.

Ella había venido escuchándolo, asombrándose con esa capacidad suya para evocar paisajes de pesadilla, «parece que huimos de un castillo siniestro por las calles de una villa abandonada en la que siempre es de noche», por ejemplo, consciente de que no había sacado a un hombre de su casa para correrse una juerga, sino a un niño para visitar a escondidas un parque de atracciones. «A un sitio donde los hombres hablan de mujeres y las mujeres de hombres», dijo, pero sonó igual que si hubiera dicho a la noria gigante o al tren de la bruja. «Los hombres siempre hablan de mujeres y las mujeres siempre de hombres», contestó él. Ella esbozó una sonrisa cariñosa, porque sabía que tras esa grandilocuente frase no se escondía la ignorancia, sino la inocencia, algo que empezaba a valorar como una fuerza acogedora, generosa, fácil, distinta de la frialdad y la dureza que dan el conocimiento y el coraje.

Solamente recuperó el contacto con su propio destino cuando María le dio un vaso lleno de ginebra y cola y, tras acercar una silla, se sentó a su lado para indicarle las jugadas. Ya era demasiado tarde: casi había perdido las diez mil pesetas y las siguientes partidas se limitaron a retrasar un final implacable. Pero el dinero no tenía importancia, ni la partida, ni el local, ni ellos, ni la noche, ni la ciudad: María estaba pendiente de él, sentía su respiración en la cara, sus dedos se rozaban a veces. De alguna manera los dos estaban solos en medio de otras personas, porque lo que hacía lo hacía para que ella lo viera, hablaba para que ella lo escuchara, a lo que oía le prestaba atención porque ella también lo comprendía, la única diferencia era que no se relacionaban directamente, que ella no le podía decir nada ni él a ella tampoco, como si todas sus palabras hubieran de pasar por un traductor mal intencionado o a través del griterío de una muchedumbre enloquecida.

Cuando María salió de la ducha, Emilio estaba desayunando en la cocina. «En cuanto me levante, comemos fuera y nos piramos por ahí hasta el domingo por la noche. Ve pensando el sitio», le dijo sentada sobre sus muslos. Se tomó un vaso de zumo de naranja y se acostó. Poco más tarde, recién duchado, Emilio entró en la habitación con el propósito de anunciarle para después una confesión importante, pero María se había dormido, y él, con mucho cuidado, se sentó en el borde de la cama a mirarla, y, contemplándola, sintió cómo se doraba su tristeza con el aire desvalido y sereno que, dormida, tenía la mujer a la que amaba.