La ciudad (fragmentos)
Aquella era una ciudad pequeña, con un centro reducido en donde el bullicio, escaso, sólo se daba los fines de semana. Rápidamente, se encontraron en calles anchas, solitarias pero bien iluminadas, de altos edificios sin identidad, como animales clonados o como setas. Se les había acabado la conversación y caminaban en silencio por las anchas aceras, con la interrupción de algún comentario imaginativo de Emilio sobre el lugar concreto o sobre el conservatorio, las dos únicas cosas que los unían, iluminados ocasionalmente por las luces de los coches que se acercaban y se alejaban, según él, como para demostrar que la ciudad vivía, para dar ambiente, igual que hacen en las películas los personajes de relleno.
En los bajos, muchos edificios tenían bares pequeños de una austeridad casi indigna, con una barra inhóspita y veladores y sillas metálicas distribuidos sin disciplina. A aquellas horas, cincuentones de aspecto rudo hablaban casi a gritos y algunos de los numerosos estudiantes universitarios que vivían en los pisos del barrio tomaban bocadillos y cervezas y veían la televisión, puesta a mucho volumen. Tras doblar un par de esquinas, entraron en una calle que daba a la oscuridad del campo, como si terminara en una cortina negra sesenta o setenta metros más adelante. El aire de la sierra tomaba allí el camino laberíntico de la ciudad, intacto, todavía oliendo a hierba. Sólo de las ventanas de algunos pisos salía luz. La iluminación era escasa, no había bares ni se veía a nadie.