Josefina, la chacha de la tía Teresa (fragmentos)

Emilio se dio cuenta en un arrebato de lucidez, después de que, tras un pequeño desorden, la anfitriona le hiciera una señal a Josefina y ésta retirara con parsimonia las tazas y dejara unas copas y unas botellas de licores variados. Alguno de los del sofá de enfrente le había ofrecido un puro que había cogido porque se lo ofrecieron antes que un cigarrillo. Todo el mundo, incluida su tía, se había puesto a fumar y él no se planteó negarse, a pesar de que todavía le repugnaba el regusto del que se había fumado con el obispo la noche anterior. Los contertulios hablaban de política local, refiriéndose a los adversarios con motes sin imaginación (Enano, a uno bajito; Sapo, a uno de gran papada; Jirafa, a uno de cuello largo) y tratando los temas de forma oblicua y grosera. En un momento perdido, miró a Josefina, sentada junto a una mesa camilla y arropada con las enaguas, y Josefina movió levemente la cabeza a ambos lados y apretó los labios en un gesto que le estaba diciendo déjalos, no le hagas caso, están todos locos, incluida tu tía.

Don Romualdo venía radiante, como siempre, con su grande y poderosa humanidad, avasalladora e insensible, dejando a su alrededor un espacio sin aire análogo al de una esfera de al menos cinco metros de radio: así, estando él delante, a las personas corrientes no sólo les costaba trabajo hablar, sino hasta respirar. Josefina, que sin ser contertulia, por la edad o por el carácter, sufría más que nadie aquel ahogo, en cuanto lo vio entrar dejó la labor y huyó del momento especialmente mortífero de los saludos, el besamanos y los piropos a la dueña de la casa, refugiándose en la cocina para cumplir con esos quehaceres livianos de preparar el café y poner bien ordenadas en una bandeja de plata con paño de hilo las pastas que tanta fama habían dado en la ciudad a la señora, las pastas de doña Teresa, las llamaban, y que, en realidad, siempre había hecho ella, sin receta conventual ni otras historias, sino como aprendió de su madre en unos tiempos tan duros y tan lejanos que a aquellas alturas, a fuerza de no querer recordarlos, se le antojaban inventados.