Emilio, el seminarista, el orador (fragmentos)

En la soledad del seminario había aprendido a pasar el rato imaginando sermones. Era un juego que practicaba incluso en la misma sala de estudio, delante del libro con el que creía engañar la descuidada vigilancia del obispo. Hablar de la envidia durante dos horas, por ejemplo. Y elaboraba una prédica redonda como las novelas de intriga, con principio y fin puntual, a la que luego él mismo ponía durísimos reparos y faltas. Otra vez, pero ahora más largo. Y, sorteando escollos y desbrozando complejidades, lo repetía tantas veces como fuera necesario hasta quedar contento con su trabajo. Más tiempo, tres horas, ahora menos, una, ahora otro tema más difícil, la fe, tres horas, dos horas, una hora, cinco minutos, ahora otro todavía más difícil, la transubstanciación, cinco horas, cinco minutos. Cuando la facilidad y la práctica volvieron aburrido el juego, se inventó la dificultad de un contrincante, de varios, de muchos, tantos como le hicieran falta para completar la dinámica de un pasatiempo sin solución. Por entonces, elegía una simple frase del Evangelio sobre la que hilvanaba discursos razonados de todas las posturas posibles, como si procedieran de decenas o, incluso, de centenares de herejes y apóstatas reunidos en un concilio de intervenciones ordenadas y apacibles en el que él, ajeno por completo al lodazal en que estaba metiendo a su propia fe, era hacedor único de apologías y antiapologías fundadísimas e interminables. Así fue descubriendo el discurso político, incluyendo argumentos en pasajes que hablaban de ricos y pobres, césares y pescadores, mercaderes blasfemos y ladrones malos y buenos. Pero no lo sabía, porque no tenía vínculo con el exterior ni más comparación que los benévolos sermones del obispo y porque, al igual que los niños, no estaba pendiente más que de las propias reglas y martingalas del juego. Como el interés de éste fue decayendo conforme él avanzaba en sus fundamentos dialécticos, amplió contenidos y puso nuevos obstáculos de procedimiento: cinco horas hablando de Velázquez sin referirse ni a su vida ni a su obra, tres horas para describir el color azul sin poner ejemplos, dos horas para hablar sobre la manzana utilizando la palabra «que» doscientas cincuenta veces y otras dos horas para explicar por qué las mesas tienen más de dos patas sin acudir a las leyes de la geometría y la física fueron algunos de los retos inverosímiles que se marcó y de los que finalmente siempre salió victorioso.

A la tía Teresa, su sobrino le parecía el interlocutor perfecto: sabía escuchar, no hablaba más de lo necesario, estructuraba perfectamente la exposición, llegaba a las profundidades de las ideas y veía matices que pasaban desapercibidos para los demás. Hablando con él había sentido muchas veces un regusto agradable, la rara sensación de bienestar del que es comprendido o la emoción del que recibe claramente pensamientos e ideas nuevas. Para Emilio, sin embargo, todo aquello era la construcción artificial de un hombre encogido que se defendía del mundo aparentando lo que no era, y temblaba al pensar que las escasas personas con que se relacionaba (excepto el obispo, quien lo conocía demasiado bien como para importarle lo que pensaba) descubrieran el vacío debajo de aquellas frases y maneras teatrales.