El obispo (Fragmentos)
Para darse ánimos, también como siempre, pensó que se había acostumbrado a la soledad ejercitándola durante toda su vida, incluso cuando vivía en el hacinamiento de la casa de sus padres o en los años en que la gente tropezaba por los corredores del palacio, y que lo inquietaba no la soledad, sino la quietud y el silencio, algo que creía poder combatir llenando los edificios de beatas que limpiaran el polvo y vistieran los santos. En realidad, esa creencia era un artificio para matar los pensamientos que lo desvelaban por las noches, y prueba de ello fue que quiso evitar la marcha del seminarista negándole facilidades a su escasa determinación.
Desde que matriculó al seminarista en el conservatorio, había ido suavizándole el régimen, confiado en su recién nacida autoestima, y ahora sólo se ocupaba de dedicarle algunas oraciones para que no se maleara cuando, con la diligencia del hortelano que en la sequía se limita a sacar el santo, rezaba por la salvación del mundo arropado con los faldones de la mesa estufa hasta el cuello. Le parecía bien que el seminarista pasara varias horas fuera del palacio, y mejor aún que a veces llegara con la misa empezada, porque lo creía señal de que su voluntad había alcanzado tal grado de madurez que ya era capaz de quebrantar las normas, incluso a riesgo de indisponerse con un superior. Para que la infracción no pasara a mayores, cumplía con su obligación de llamarlo al orden con riñas livianas que sólo vagamente ocultaban su prisa por refugiarse en la salita. «En cuanto llegue el buen tiempo», se decía ante cualquier circunstancia, como el animal que hiberna seguro de que el mundo puede seguir perfectamente sin él, de que las primaveras siempre despiertan de la misma manera a pesar de las inclemencias furiosas del invierno.