Una ensenada fantástica
La Loba había escogido una buena alcoba y desde ella, gracias a las maravillas de la tecnología y a la revolución, incluso acostados se veía una ensenada de aguas cristalinas con una playa de arenas blancas y un par de veleros. Desde los grandes ventanales del refectorio, por el contrario, se veía la descomunal cara del Libertador sonriéndole al mundo. Esa visión y el lodazal de platos sucios y desperdicios amontonados sobre la mesa hacían del desayuno una comida desagradable. Lo único que endulzaba la situación era el aroma de los cigarros que desde muy temprano fumaban los revolucionarios, quienes, como acudían a medio vestir, no dejaban que el fresco aire de la mañana renovara al más cálido que ocupaba con ínfulas de propietario el aliento de las muy concurridas estancias.