Un reflejo inquieto
Era este un río de pequeño caudal que desembocaba unos doscientos metros a la derecha del camino que llevábamos. Como el otro lado nos pareció más cómodo, lo atravesamos sin mayores problemas saltando sobre algunas de las gruesas piedras redondas que le servían de cauce y caminamos pegados a la orilla en el sentido de las aguas hasta que dimos otra vez con el gran río, que transitaba mansamente entre laderas empinadas y altos farallones, algunos de los cuales tenían aspecto de animales fantásticos o de rostros humanos. En la desembocadura, la paciencia del afluente había limado las peñas y el principal había traído sedimentos que habían formado una playita junto a una pared de roca. Unos arbustos de flores amarillas y otros de flores rojas aprovechaban las grietas para sostenerse sobre el vacío y, donde no había riscos, las riberas estaban pobladas de árboles de copa ancha que hundían sus raíces en la corriente, mientras que ladera arriba crecían espesos bosques de coníferas. Sobre nuestras cabezas, a la altura de los últimos peñascos, volaban en círculo, sin mover las alas, cinco o seis enormes pájaros de cuello y cabeza blanca. La lámina de agua era un espejo inquieto que duplicaba el cielo azul con sus pájaros, los riscos con sus flores amarillas o rojas y las laderas con sus árboles de copa ancha y sus bosques de coníferas.