El légamo azufroso
Como nadie me contradijo, apagué la llama y descorrí las cortinas del ventanal. Afuera no había ni una sola luz encendida y la luna mandaba lienzos de resplandor turbio que descendían sobre los edificios y las calles desiertas como caen los sudarios sobre los cadáveres de los indigentes anónimos. Volví a mi silla a tientas y seguimos hablando. Pronto, nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad y, aunque nunca llegamos a vernos las caras, advertíamos nuestras formas y podíamos reconocer a través del ventanal la grosera figura del bloque de enfrente. Sin referencias visuales, parecía que el pensamiento y el alma eran nuestras únicas realidades, extrañas, en todo caso, a la podredumbre y a la anarquía. El escenario casi sobrenatural nos impulsaba a la confidencia limpia y a la limpia recepción de la confidencia, y en ese trasvase de sentimientos e ideas que nos igualaba, Impreciso purificó su aspereza y fue humano y amable, Dam perdió lo que de necio tiene la bondad y yo dejé de sentir el légamo azufroso que los actos abominables dejan en el corazón de un homicida.