Perfecta

Las mujeres vistosas se lavan sus miserias y hacen sus necesidades en lugares escondidos. Por agraciadas que sean, tienen esas imperfecciones que Perfecta no solo había salvado, sino que en ella eran adornos seductores. Yo se lo dije una tarde que la vi caminando sola por la calle y me vi sobrepasado por el impulso de halagarla: «Algún día, la evolución conducirá a las mujeres hermosas a ser como tú, pero hasta entonces, tú eres la única. Tú eres la mujer perfecta. Estás muy por encima de las diosas». Tras aquella declaración, me volví más retraído, pero mi amor siguió creciendo y, con él, mis ansias y mi impaciencia. Espié su casa y me quedé oliendo junto a la puerta mientras soñaba con besarla y abrazarla. Le hice llegar en aviones de papel poemas fervientes que empezaron yendo refrendados con seudónimos reveladores de mi angustia, como «Tu desconsolado amor» o «El que sufre en silencio», y acabaron llevando mi nombre al pie, junto con un apéndice pesaroso.

 

 

–Perfecta sintió tanto regocijo en su papel de admirada, que se enganchó a él. Ambos nos necesitábamos, pero sobre bases distintas de amor y desprecio, pues yo la amaba a ella y me despreciaba a mí y ella también se amaba a ella y me despreciaba a mí. Me utilizaba para amarse como se utiliza un muñeco. Por ejemplo, se asomaba a la terraza y besaba lenta e intensamente los aviones que yo seguía haciendo volar cargados de poemas llenos de comparaciones manidas y luego, tras pasárselos delante de mí por la parte de su cuerpo que podéis imaginar por poca imaginación que tengáis, me los devolvía perfumados con los efluvios que afloraban de lo más innombrable de sus encantos».