Impreciso

 

Para mirarme, debió levantarse la visera de la gorra, porque la artrosis cervical no le permitía realizar el giro completo del cuello. Tenía el rostro enjuto y renegrido, su nariz, muy afilada, estaba salpicada de manchas cárdenas, y sus sanguíneos ojos eran como minúsculas láminas de agua ferruginosa en el fondo de esas pozas sedientas y hoscas que eran sus órbitas. Su cuerpo estaba tan necesitado de carnes, que se asemejaba al de un monigote de aire a medio inflar, y tan consumido por el cansancio, que cada una de sus expiraciones aparentaba ser la última. Parecía imposible que aquel organismo, compuesto de un amasijo de huesos descalcificados, un fuelle tenaz pero ronco y un circuito de nervios trinchados o fundidos, fuera capaz no tanto de mover su pesada montura, como de seguir funcionando.

 

 

Mi compañero no había conocido el amor correspondido y su vida sexual se había limitado a la visita a unas cuantas putas baratas, que a él siempre le habían cobrado más de lo habitual, lo habían tratado con aversión y lo habían despachado con premura. Sus apetencias estaban sesgadas por la insatisfacción y el resentimiento.

– Entremos –me dijo–. En algunas orgías son muy estimados defectos como el mío.

– No iremos, a esta no: nadie saldrá vivo de ese piso.

 

 

A Impreciso no le salía la voz del cuerpo, de la desazón que abrigaba. Y mucho menos le brotó cuando, tras montarlo en su silla, lo sacamos a la calle y al miedo se le añadió el más cuajado de los asombros. Mudo permaneció mientras sorteábamos los múltiples elementos del desbarajuste y mientras, ya fuera del campamento, las irregularidades del terreno y las prisas que llevábamos lo hacían saltar sobre su montura moliéndole sus desdichados huesos. Solo pudo articular palabra al ver que lo dejábamos a oscuras, como a cien metros de las últimas tiendas, y nos volvíamos en busca Dam y Libuell.