El líder del campamento
–Traédmelo –dijo–. Quiero verle los ojos.
El Elegido se levantó y me hizo una señal para que me aproximase. Yo di unos pasos hacia él y él me cogió del brazo y me adentró en las tinieblas donde se hallaba la cama del tullido. Una de las dos consejeras apartó el toldo de la puerta y la luz del día materializó de golpe el rostro más grotesco y repulsivo que pueda imaginarse. Su tez era blanquecina y medio transparente, de forma que a través de ella se veía un complejo entramado de numerosas venillas azules. Su cabeza era grande y apepinada, calva excepto en varios mechones aislados de pelo largo y lacio. El iris de sus ojos era blanco y el blanco de sus ojos estaba enrojecido. No tenía labios en la boca, que era una raja, y su nariz era un minúsculo y único agujero. Sus orejas, en cambio, eran enormes y puntiagudas. Las sábanas en las que se embutía estaban limpias, el embozo era perfecto y en el aire cercano a él había una extraña mezcla de olores a pomada, a gel y a colonia de baño.
–Acércate, para que pueda verte bien –me pidió.
Su voz agudísima traía adheridas hebras deshilachadas y viscosas.
Me agaché venciendo una repulsión que era obvia y de la que él se gratificaba.
–Acércate más aún –me dijo.
No tenía otro sentido que me arrimara como no fuera el de hacerme sufrir con su aspecto. Lo hice, sin embargo. Su aliento era frío y hedía a gusanera. Sonrió más de la cuenta para mostrarme que no tenía dientes, y luego volvió a ponerse serio y arrugó la frente en unos cuantos surcos discontinuos e irregulares, como bosquejados a mano alzada por un enfermo de párkinson.