El comandante
El Comandante me escudriñó de nuevo. En efecto, mi cara era saludable, casi obscenamente saludable. Le dieron ganas de obligarme a revelarle el paradero de mi fuente de comida, pero, por otro lado, incluso esa mínima obligación le daba pereza. Yo solo le estaba pidiendo oler el pozo, después de todo. Si me dejaba y me gustaba el agua –y no podía ser de otra forma, pues era buena–, haría negocios conmigo y el negocio me retendría. Y conmigo cerca, siempre podría obligarme a desvelarle de dónde sacaba la comida para hacerse de un golpe con toda.