Altea
Había elegido a Impreciso porque sus ganas de vivir me darían ganas de vivir y a Dam porque necesitaba de su bondad para imprimir un asomo de humanidad a mi carácter. Ninguno de los dos, sin embargo, me sería muy útil en el fárrago del día a día. Aquella mujer, en cambio, sabía manejarse por sí misma y tenía tanta resolución como yo para luchar por su propia supervivencia. Quizá no fuera una buena compañera de cama, pero no creo que pudiera encontrar en las inmediaciones un mejor miembro para el grupo.
Altea continuó andando resueltamente, pero ya no presumía de ello. Llegó al almacén sin más aprietos y apartó el toldo que cubría la entrada. Desde la puerta, llamó al guarda que dormía en el interior. El acero de su cuchillo debió de brillar un instante, aunque yo no lo vi, pues se lo tapaba su cuerpo. Ni oí la precaria conversación que tuvieron. Ella entró en la tienda y a los pocos segundos aprecié que el alma del vigilante se había apagado: estaba muerto. Breve también fue el tiempo que tardó en llegar hasta el centinela que le había dado el alto y el que empleó en abrirle la garganta con su cuchillo.
Mientras caminaba (iba la primera y podíamos verla) fue quitándose la ropa y arrojándola al suelo: la camisa, que era verde claro y le venía grande; la pistola, que llevaba sujeta al cinturón con una funda de gafas amañada; los pantalones, que le estaban justos y le sentaban muy bien (el culo era lo mejor que tenía); el sujetador, que era blanco y se cerraba con dos corchetes, y las bragas, que ella misma se encargaba de lavar todas las noches poco antes de acostarse.