La doble vida de un seductor imaginario
Sinopsis
Un maestro de Pozoblanco que trabaja en el colegio de El Viso se cruza a diario en la carretera con una mujer desconocida. Con esa repetición trivial, la imaginación desbordada del protagonista construirá una obsesión que amenaza con devorarlo a él y a los personajes que lo rodean y que estallará de la forma menos prevista.
La doble vida de un seductor imaginario se halla en esos difusos límites que separan al cuento de la novela corta.
Fragmento
Si todo cuanto se concibe puede suceder, por extravagante y remoto que parezca, mucho más podrían suceder aquellas imaginaciones suyas, tan asentadas sobre pilares de razón. Era cierto que había en ellas más deseos que realidades, como el de que con sus propias manos pudiera matar a un hombre más fuerte que él y armado de una navaja (¿no era la conciencia de esta limitación prueba suficiente de lucidez?), pero nadie había hablado de que los acontecimientos sucedieran exactamente de una forma determinada. Digamos que la secuencia normal sería: descubrimiento por el marido del amor de su mujer, intento del marido de alejar al amante, enfrentamiento entre el marido y el amante y, por último, y como consecuencia de lo anterior, muerte del marido o del amante. Estaba claro que si quería dejarse llevar por las imaginaciones e intentaba defenderse solamente con las manos, el otro lo mataría.
Por eso, para el caso de que se vieran cara a cara la vida del marido y la suya, o la muerte de ambos, según se mirase, compró una navaja de hoja estrecha y larga para llevarla siempre encima, y de vez en cuando se tentaba en el bolsillo e imaginaba el instante supremo en que el acero entraba en el pecho del marido y le partía el corazón. Entonces, sentía realmente el escalofrío de la muerte como un regustillo amargo al que le fue cogiendo afición poco a poco.
Por ser sus imaginaciones más fácilmente realizables en El Viso, era allí donde más atento estaba a cualquier acontecimiento, donde más veces se echaba mano al bolsillo y donde el escalofrío se volvía un estremecimiento casi permanente. Para darle más juego al destino, empezó a tomarse un café por la tarde y una cerveza por el mediodía en algunos bares alejados de la escuela, y fuera al sitio que fuera, dejaba el coche lejos para andar más por el pueblo y aumentar las posibilidades de toparse con su enemigo, sobre quien pronto no tuvo claro si necesitaba una provocación para matarlo en legítima defensa o si su mera existencia constituía una aberración infame que convenía corregir, como si al eliminarlo él sólo fuera la mano ejecutora de un divino plan de asepsia. Si eso era así, no hacía falta exponerse a una estocada: se le mataba directamente y en paz.
Mientras rondaba la casa, con frecuencia creyó hallarse con fuerzas suficientes para, llegado el momento, sacar la navaja y dejarlo muerto sin darle opción ni a volver la cara. ¿Sería en ese caso un asesino?: no, desde luego, se decía, pues hay muchas doctrinas que admiten la muerte del tirano. ¿Sería una forma cobarde de matarlo?: tampoco, pues la cobardía es sojuzgar a una mujer, impedirle realizarse como persona y como hembra y tenerla amarrada a uno abusando para ello de la fuerza. Cobardía es, también, cerrar los ojos ante las situaciones injustas, dejar que otros solucionen los problemas por nosotros y vivir cerrados en nuestra comodidad como si nada pasara a nuestro alrededor. No matarlo, eso sí sería una cobardía.