Don Juan
© Juan Bosco Castilla
Aunque la amaba, se fue, urgido por la novedad: tenía el afán de los exploradores y no podía resistirse a la llamada de lo ignoto. Durante años descansó en los corazones tomados el tiempo justo para beber un té y descubrir en el horizonte la silueta de otra plaza que fatalmente lo llamaba al fascinante menester de la conquista.
Pero un día el espejo no le devolvió el rostro, sino el alma, y en ella encontró llenos de moscas los besos que había dado. Miró atrás, sobrecogido por un presentimiento, y vio un desierto de humo, ruinas y cadáveres.