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Corazón de ángel

© Juan Bosco Castilla

 

 

            La historia, que ocurrió no lejos de aquí, terminó sólo hace unos pocos meses, pero sus orígenes se remontan a la década de los cincuenta del pasado siglo. Antonio y Teresa –llamémosles con nombres supuestos para salvar su intimidad, como a los demás personajes de esta historia– tenían un hermoso hijo varón, José, de diecisiete años, cuando tuvieron a Alberto. Antonio y Teresa no eran ricos, pero vivían del trabajo de Antonio con algo más que dignidad, estaban sanos y ninguna sombra enturbiaba la claridad de sus días. Antonio y Teresa eran felices a la manera que lo pueden ser los hombres comunes y serenos, sin excesos ni estridencias, de forma que sus vidas pasaban en un plácido goteo de días semejantes unos a otros. Antonio y Teresa ya habían cumplido los cuarenta cuando Teresa, ya perdida la esperanza de tener más hijos, se quedó embarazada.

            Cuando nació Alberto, todo fueron alegrías. El niño llegaba a última hora, pero no tarde, y su presencia ponía una nota de chispa y vigor en la sesuda madurez de sus padres, como si fuera un brote tierno en un tronco rugoso. Pronto, sin embargo, Teresa descubrió que había algo en Alberto que lo hacía distinto de los otros niños. “Su hijo tiene una deficiencia mental severa”, es dijo el médico, con una nube de dolor en la mirada. 

            A Antonio y Teresa se les derrumbó el mundo. ¿Qué habían hecho mal? ¿Por qué, de entre todos los padres posibles, les había ocurrido a ellos? Uno –pensaba Antonio sobre la vida– va andando felizmente por un camino, charlando con los amigos de cosas divertidas y banales, descansando cuando está cansado, bebiendo cuando tiene sed y comiendo cuando tiene hambre, y de pronto, sin saber cómo, se ve caminando sólo con su marido o con su mujer, hablando de un único y doloroso asunto, por un camino pedregoso y árido, sin agua, sin comida y sin descanso.

            Mucho debieron sufrir Antonio y Teresa antes de aceptar la deficiencia de su hijo pequeño, pero cuando esto ocurrió, se dieron cuenta de que a sus vidas y a la vida de sus hijos le interesaba aprovechar al máximo lo bueno que el mundo ofrece a los seres que están dispuestos a luchar por ser felices. La propia deficiencia del niño conllevaba aspectos positivos, difíciles de encontrar en las personas que gozan de todas sus capacidades: costaba mucho enseñarle lo más básico, como vestirse, comer, beber o ir al servicio, y el lenguaje se le resistía, como si las palabras fueran pájaros atolondrados que se fueran volando en algún punto de su desconcertado cerebro, pero el niño siempre respondía con una sonrisa, era cariñoso y agradecido con cualquiera que le dijera una palabra amable y amaba locamente y sin condiciones a sus padres, a quienes obedecía riendo, y con quienes tenía una complicidad que iba del alma al alma, ajena a la juiciosa comprensión de los extraños.

            Antonio y Teresa habían vuelto a ese metafórico camino lleno de conversaciones divertidas y triviales con los amigos, pero iban por él de una forma distinta, más centrada, más conscientes de sí mismos y de su destino, como si la experiencia de tener a Alberto hubiera dotado de madurez y serenidad a su espíritu.

            – ¿No te parece que Alberto es una bendición de Dios? –le dijo un día Teresa a su marido, mientras veían a su hijo jugar con una madeja de lana.

            Antonio no contestó. Alberto era feliz y los hacía felices a ellos. Tenían otro hijo que ya vivía lejos, con su trabajo y su propia familia, que no era feliz ni los hacían felices, pero no tuvo coraje o no lo vio lo bastante claro como para poder contestar que sí.

            – Pues yo no sé qué haría sin él. Y no me imagino cómo sería mi vida sin haberlo tenido –añadió Teresa.

            La única preocupación de Teresa era qué sería de su hijo cuando ellos faltaran. Su otro hijo vivía en un piso de una ciudad lejana, trabajaba en un lugar distante de su domicilio y estaba agobiado por un sinfín de problemas evitables. Aunque era un triunfador en el sentido que el común de los hombres modernos damos a ese término, ni podía hacerse cargo de su hermano ni su hermano sería feliz con él.

            Ése era también el mayor dolor de Antonio. Y ése fue el único pensamiento que tuvo pocos meses después, cuando una rápida enfermedad lo llevó al lecho de muerte.

            – No te preocupes por Alberto –le dijo su mujer mientras le cogía le mano, poco antes de verlo expirar–, que yo cuidaré de él por los dos, y ya me encargaré de buscarle una buena institución para cuando se quede solo.

            La viudedad de Teresa es la historia del recuerdo de Antonio y es, sobre todo, la historia de la compañía entre una madre y un hijo. ¿Quién de los dos es más necesario para quién?, se preguntaba Teresa. ¿No necesito yo a mi hijo más que él me necesita a mí? El ser más alegre del mundo y el más cariñoso, ése era Alberto, un hombre niño que contagiaba la felicidad a todo el que lo trataba.

            Teresa sabía, sin embargo, de la dependencia afectiva que Alberto tenía de ella. “Irá a una institución especializada, lo cuidarán con profesionalidad y hasta con amor, mi hijo tendrá cubiertas todas sus necesidades, ¿pero qué será de su memoria?, ¿cómo se romperán los afectos que guarda hacia su casa, hacia la gente que lo quiere y hacia mí?”. Cuando se murió Antonio, Alberto paso meses buscando a su padre en los lugares conocidos y tuvo una crisis que Teresa supo solventar con paciencia y con amor. Alberto, sin embargo, había conservado entonces la seguridad de su casa, de sus amistades y, sobre todo, de su madre. Y esas seguridades las perdería cuando ella faltara.

            Precisamente fue la dedicación a su hijo la que la mantuvo con vida durante años, a pesar de la vejez y de una enfermedad que en otras circunstancias la hubiera llevado a la tumba mucho antes. Pero Teresa se aferraba a la vida con un coraje que servía de ejemplo en el vecindario.

            Era Teresa muy vieja y estaba muy enferma cuando se enteró de que José, su hijo mayor, estaba enfermo. Al parecer, la vida enredada y absurda de quienes quieren hacer con su tiempo más de lo que es razonablemente posible había roto su corazón de forma irremediable.

            Teresa y Alberto se pusieron en camino. Eran una anciana enferma y un deficiente y el taxi los dejó en la misma puerta del hospital. Alberto ya había ido otras veces a la ciudad y sabía que no podía cruzar la calzada solo. Aquel día, sin embargo, a las mismas puertas del hospital, algo extraño debió de pasarle por la cabeza, quizá fue por la luz intermitente y anaranjada, quizá por el sonido estridente de la sirena, el caso es que se puso delante de una ambulancia, como para mirarla de cerca, y que el vehículo lo atropelló dejándolo herido de muerte.

            Cuando ofrecieron a su madre la posibilidad de donar sus órganos, ella aceptó inmediatamente, sin saber que uno de los beneficiados podía ser su otro hijo. “Sólo es su cerebro el que no es normal”, le dijo Teresa al médico. “Su corazón puede enamorarse y sus ojos pueden ver los pájaros y las flores”.

            Todos los órganos de Alberto fueron transplantados aquel mismo día. Y el corazón fue para su hermano, que se salvó de una muerte segura.

            Teresa lloraba mientras miraba por la ventana del hospital donde convalecía José, desde la que se veían prados verdes y un lago, sin saber si era de pena o de alegría.

            – Tienes a los dos hijos contigo, madre, en una sola persona –le dijo José a Teresa.

            Ella sabía que era cierto, y que en ese hombre se habían unido lo mejor de sus dos hijos: el cerebro privilegiado de su hijo mayor y el corazón de ángel de su hijo pequeño. José, además, le había prometido cambiar de vida, vivirla con la tranquilidad que la propia vida se merece, y hacer que en el día a día no fuera su mente, sino el corazón de su hermano el que rigiera su destino. 

            – No lloro por él, sino de agradecimiento. Ha sido un ángel toda su vida y ha sabido morirse a tiempo: ya ves, te da a ti el corazón y a mí me quita la inquietud de saber qué va a ser de él cuando yo muera.

            Teresa podía morirse en paz. Había tenido una vida larga y plena, un amado esposo y dos hijos estupendos. ¡Qué más podía pedirle a la vida un mortal!

            Teresa, sabedora de que todo lo tenía hecho, dejó que los días se consumieran en paz. No tardó mucho en morir.

            – Nunca pensé que una mujer pudiera ser tan feliz –le dijo a José con voz apagada, pero firme, poco antes de fallecer.