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Carnicero
© Juan Bosco Castilla
No mucho después de casarse, mi abuelo quiso saber dónde dormía el sol y cogerlo. Mi abuela le preparó un hatillo y lo dejó irse, creyendo que volvería pronto. Veinte años más tarde, cuando mi abuelo volvió a ver su familia y su hacienda, creyó haber cruzado la realidad del espejo y no dio crédito a las razones de sus hijos, que conocían su rostro por el parecido que tenía con ellos mismos: viajando hacia el poniente, le había dado la vuelta al mundo.
Mi padre solía referirme esta historia por la noche, cuando le hablaba de aventuras, de injusticias y miserias. Para él todo eso de vivir intensamente los momentos, ese sentido de la vida que yo intentaba meter en su cabeza, no tenía mayor importancia, era producto de la edad.
Quien maneja el destino me negó la razón y se la dio a mi padre. Entre su realidad y mi ideal no hice elección alguna, me dejé llevar. El resultado, sin embargo, no es tan triste como mis palabras: trabajo. Llevo dos meses en el mercado vendiendo carne, buena carne. Miren esa canal, y esas costillas de cerdo, y esas chuletas. Me falta un dedo, ¿ven? Es la inexperiencia. Jamás ayudé a mi padre en el oficio y nunca manejé con soltura el cuchillo ni el hacha. Con todo, no me muevo mal, no hace falta ser buen carnicero para vender mucho. Yo vendo más que nadie, porque soy amable, digo chascarrillos, no engaño en el peso y alabo a las clientas, doña Juana, qué guapa viene usted hoy (mi novia comprende que son cosas del negocio), Pepita, cómo has crecido, estás hecha una mujer preciosa, cada día que pasa te pareces más a tu madre, por cierto, que llevo algunos días sin verla, María, ¿cómo anda tu marido, y tus hijos? Me doy toda la prisa que puedo cuando trabajo y me desvivo por ser simpático. Estoy en contra de los precios abusivos, aunque los míos no sean de los más bajos. Saco cualquier tema de conversación para dar siempre la razón al cliente y soy en todo comedido y ambiguo. De manera que aunque estos no son ni buenos tiempos ni buenos sitios para los carniceros, me voy apañando bastante bien, y ahora que llevo varios años en el oficio y a cada una de mis manos le falta un dedo, tengo una linda casa con habitaciones de sobra donde no falta de nada y un jardín con rosales trepadores y parras retorcidas bajo las que casi siempre hay una hamaca y un botijo. El tiempo de descanso lo dedico a mi familia. Me ha dado por los trabajos manuales y la decoración. Paso horas moviendo muebles según una estética desbordada, observando la bomba de agua, cepillando puertas, poniendo clavos. Hasta pinto paisajes de ilusión donde el viento mueve las hojas de los árboles y las espigas. Quiero que mis hijos sean alguien, lo que no fue su padre: ingenieros, arquitectos, notarios, alguna eminencia, por qué no. Lo quiso mi padre para mí y yo lo quiero para ellos. Pero estos no se torcerán, aunque tenga que contarles la historia del abuelo millones de veces, aunque me odien: Dios sabe que no es sólo mi vanidad. Volviendo a mí, nadie me quita las copas del mediodía y de la noche. Y hasta tengo pensado comprarme un turismo, pues la furgoneta resulta poco elegante para salir de paseo. Y así vamos tirando. Y así se va levantando la casa. Máxime ahora, que muerto mi padre, me he quedado con el negocio. El pobre viejo. Lo recuerdo vagando por el piso con la mirada perdida en las paredes, riñendo sin descanso a mi hermana y dándome consejos. Nos hemos traído a mi madre. Tras su viudedad, sólo abre la boca para recordar aniversarios tristes. Durante el día está bien, pasa las horas de luz sentada al lado de la ventana haciendo jerséis para mi sobrino. Pero al caer el sol deambula por la casa buscando algo que ignoro y a medianoche la oigo llorar y quejarse a Dios en un espacio plagado de formas siniestras. A veces vienen mis tíos. Entonces mi madre hace café y habla de años muy lluviosos o muy secos y de recuerdos de su juventud, como antes de enviudar. He intentado hablar con ella cuando está al lado de la ventana. Le he preguntado para quién es el jersey que está haciendo y me ha dicho que para mi sobrino, aunque no tengo sobrinos. Alguna noche le he preguntado qué busca y me ha contestado que la chaqueta de mi padre, que ha salido sin ella y con este frío puede coger una enfermedad. Mi madre murió un día lejano que no recuerdo. La encontré sentada en la mecedora, al lado de la ventana. Se le había caído al suelo el ovillo y el gato se había acostado en el jersey. Desde entonces las cosas siguen yendo bien, aunque somos un poco más viejos. Fíjense, me he tenido que comprar otro turismo y una furgoneta más espaciosa. En mis manos sólo florecen tres y dos dedos (la derecha la tengo inútil, pues me falta el pulgar), tengo poco pelo y mi espalda se resiente de media vida en el oficio. Mis hijos o están casados o como si lo estuvieran, y no veo una eminencia en ninguno. Paso muchas tardes con la nariz pegada al cristal sin saber qué hacer para combatir el aburrimiento, tomo multitud de decisiones pequeñas, releo los mismos libros, gasto la baraja en solitarios eternos. Intento crearme nuevas ilusiones para seguir tirando. Pienso en la historia de mi abuelo, ¡cuántas veces se la habré contado a mis hijos! Pienso en mis nietos. A algunos ni siquiera los conozco, aunque dicen que se parecen a mí. Casi todos estudian. Tarde, pero mis hijos piensan como yo. Incluso ellos están viejos, incluso a ellos les faltan dedos. Como algunos están en la carnicería, casi no voy por allí, lo único que hago es estorbar, soy incapaz de hacer algo: me pesan los años y sólo tengo un dedo en cada mano. Trago días recordando mi vida de carnicero y me pregunto, al borde del final, qué oscura razón ha influido en esta farsa.
Creo que estoy muerto, pero no sabría decirlo con certeza. ¡Es tan sosegado y tan rápido el transcurso de los acontecimientos! ¡Es tan leve el tránsito y tanto el temor! Apenas recuerdo un muñón en cada una de mis manos, mi medio siglo en el oficio de carnicero, mi azarosa vida en lucha con las cifras, con las necesidades creadas, con las apariencias, con el destino que los otros me atribuían. Ni siquiera sé si nací: todo es como una anomalía en mi memoria. Me parece imposible haber asistido a tan locas transformaciones, a tanto correr de números. Mi padre y su enfermedad, mi madre y su tristeza, la luz en la mecedora, la huida de mi hermana, la vuelta al mundo de mi abuelo, la mejor carnicería del barrio, la muerte de mi padre, la muerte de mi madre, todas las muertes que me afectaron y mi propia muerte, todos los nacimientos, los sueños, las ficciones, los hechos de las novelas que he leído y de las películas que he visto, han debido ocurrir en el mismo sitio y al mismo tiempo: aquí, en este momento. O quizá, simplemente, no ocurrieron nunca.