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Los bienes del padre

© Juan Bosco Castilla

           

            Hace mucho tiempo vivió en un pueblo de Los Pedroches un viudo que, ya cerca de los setenta años, consciente de lo menguado de sus fuerzas y de sus ganas, resolvió entregar todo su capital a sus cinco hijos a cambio de una renta suficiente. “A vosotros os hace más falta que a mí, y además le daréis un buen empujón a las fincas”, les dijo una noche que los reunió en su casa para darles la noticia. Los hijos agradecieron con distinto entusiasmo aquel gesto de su padre y prometieron abonarle trimestralmente la quinta parte de una cantidad que, por parecerles muy escasa, se comprometieron a incrementar en dinero o en especie según los recursos y la conciencia de cada uno.

            El padre, viendo la respuesta de sus hijos, supo no sólo que había hecho bien al entregarles los bienes, sino que había conseguido inculcarles los valores de las personas honradas, y aunque de ser bastante acaudalado había pasado a no ser propietario ni del lecho donde dormía, se sintió feliz como nunca antes lo había sido, pues había vivido bastante como para ver que el fruto de su trabajo era poseído por sus destinatarios naturales, que eran dignos merecedores de ello.

            Al cabo de unos meses, sin embargo, uno de los hijos, que solía pasar grandes temporadas en un cortijo de la sierra, empezó a retrasarse en el pago. Aunque no había maldad, sino dejadez o falta de previsión, un hermano suyo al que la suerte le era adversa en los negocios lo utilizó como argumento para posponer el pago de su parte. Los otros hermanos intentaron convencerlo armados de compresión y buenas palabras. Arguyeron que aquel viejo que necesitaba el dinero era su padre, que sólo unos meses antes les había entregado todo el capital a cambio de una cantidad que les pareció escasa y que como uno empezara a incumplir acabarían por incumplir todos. El deudor pagó, pero enseguida el hijo olvidadizo volvió a retrasarse en el cumplimiento de su obligación provocando en el hermano que se había retrasado antes la excusa para una nueva demora. De poco sirvieron los llamamientos de los demás. “Ya pagaré cuando pueda”, contestaba cada vez de peor genio, lo que para sus hermanos delataba la clara intención de no pagar nunca. Como ellos mismos habían vaticinado, aquel descaro produjo nuevas deserciones. La primera, la del pequeño, que se creía agraviado en el reparto y era débil de carácter. “Primero que paguen los otros. A ver si vas a ser otra vez más tonto que nadie. Cuando vean a tu padre pasando necesidad, verás cómo acuden a socorrerlo”, le dijo su mujer. La segunda, la del olvidadizo, que si no se olvidaba de pagar le echaba a su falta de memoria la culpa de su mala voluntad. Y así uno y otro hasta que, finalmente, como les importaba más su orgullo que su padre, todos acabaron por no pagar. 

            El padre, que vivía en la que había sido su casa con uno de sus hijos, la mujer de éste y tres nietos, comía del puchero familiar entre continuos comentarios de desagrado de la nuera, casi nunca acallados por su hijo. “Fíjate el abuelo cómo traga”, por ejemplo. O: “Abuelo, a comer, que donde comen cinco comen seis”. No tenía ropa nueva porque no tenía dinero para adquirir ni la más barata, ni podía comprar el periódico, ni tomar una copa de vino en una taberna. La pobreza le acarreó, además, una soledad insufrible. Empezó por esquivar a sus amigos y conocidos para evitar la vergüenza de sus observaciones y su lástima y, luego que vio delatadas sus intenciones, acabó, avergonzado, por no salir de su casa, a donde ni siquiera acudían sus hijos a visitarlo, pues el verlo removía el lodazal en que se habían convertido sus conciencias. El pobre abuelo mataba la desazón y la agobiante lentitud del tiempo mirando por la ventana del patio a ninguna parte, releyendo libros viejos y jugando a componer solitarios con una baraja de cartas manoseadas cuyas marcas conocía de memoria. Se acostumbró a hablar poco (casi exclusivamente con los niños) y a procurar que su presencia no molestase o que pasara tan inadvertida como un trasto o la pequeña imagen de San Antonio que desde siempre había decorado la campana de la chimenea.

            Con el único que se relacionaba era con el vecino de la casa de enfrente, un hombre algo mayor que él con el que apenas cruzaba unas palabras de saludo y ante quien simulaba una existencia más agradable de la que en realidad tenía. Una mañana, después de intercambiar dos o tres comentarios sobre la helada de la noche, el desgraciado protagonista de esta historia pidió a su vecino una moneda grande, y éste, deseoso de complacerlo, le dio la más grande que circulaba en España por aquel entonces, que resultó ser de diez duros. El abuelo se metió con ella en su habitación y echó la llave. Poco después alegraba la casa un ruido cantarín que llamó la atención de la nuera: era dinero, monedas de mucho peso, y no pocas, que el viejo estaba echando en el enorme baúl, contándolas o con la misma intención del niño que echa perrillas en una pequeña alcancía de barro. 

            – ¿Tú le has dado dinero a tu padre? –le preguntó aquel día a su marido.

            – No. ¿Por qué lo preguntas?

            – Esta mañana ha estado casi media hora echando monedas en el baúl de su habitación.

            – Quizá haya sido alguno de mis hermanos, que le ha pagado lo que le corresponde.

            – Entérate. Porque si es eso, más vale y nos lo dé a nosotros, que somos quienes le ponemos de comer todos los días.

            – ¡Mujer, un poco dinero para sus gastos le viene bien!

            – ¿Y qué gastos tiene él?

            – Para una copa o para el periódico.

            – Los viejos no tienen que beber, que les hace daño, y si leen mucho se les apaga antes la vista –contestó la nuera dando por zanjado el asunto.

            Pero al día siguiente volvió a oírse el mismo ruido en la habitación del suegro.

            – Que tu padre tiene dinero, y no poco, según el tiempo que se pasa haciéndolo sonar –le dijo la mujer a su marido.

            – No será tanto. Si tuviera, se le vería otro lustre en el vestir y saldría a gastarlo, como ha hecho siempre.

            – ¿Siempre? Tu padre ha sido toda la vida un ahorrativo. ¡Cómo, si no, consiguió amasar su capital! Y, además, creo que os engañó cuando dijo que os había entregado todo lo que tenía. ¿Le has preguntado a tus hermanos si le han dado dinero?

            – Sí, a todos.

            – ¿Y cuál ha sido su respuesta?

            – Que no le han dado nada.

            – ¿Has visto? O lo tenía de antes o lo está sacando de alguna parte.

            – No lo entiendo: mi padre siempre ha confiado en nosotros.

            – No seas tonto. Pregúntate por qué lo ha hecho. O aún mejor: fíjate que ninguno de vosotros le paga la parte que le corresponde. Tu padre nunca ha tenido un pelo de tonto: ¿no sería que previó esta situación y por eso no quiso entregároslo todo? ¿No será que está probando la verdadera índole de vuestra voluntad?

            El hijo se quedó rumiando pensamientos deslavazados. Al anochecer de aquel mismo día fue a visitar a todos sus hermanos y les contó lo que pasaba. “Nuestro padre tiene dinero. Y no poco”, les dijo. Ante aquellas buenas nuevas, los hijos sintieron un repentino afecto por su padre. “Nos hemos portado mal con él”, se confesaron unos a otros, y cada uno resolvió por su cuenta pagarle lo que había prometido.

            Apenas una semana después, el padre había cobrado de sus hijos todo lo que le correspondía, y tenía ropa nueva y dulces de sobra que había recibido como regalo. “¡Cuán distinto es el cariño de los padres hacia los hijos al de los hijos hacia los padres!”, se dijo el viejo, a la vista de que raro era el día en que sus hijos no acudían a visitarlo. Aunque los había perdonado, no podía evitar una decepción enorme, que procuraba disimular para no hacerles sufrir.

            – Padre –le dijo uno de ellos una noche que el calor del fuego y varias rondas de una generosa bota invitaban a la confidencia–, ¿tiene usted suficiente dinero o necesita más?

            – Tengo para mí y para alguno de vosotros –contestó el padre.

            – No le entiendo.

            – Quiero decir que con el dinero que tengo mejoraré a alguno de vosotros.

            – ¿Y por qué, padre? ¿No somos todos hijos suyos?

            – Porque es de justicia. ¿O Dios, que es Nuestro Padre, no premia a sus hijos buenos y castiga a sus hijos malos? Si yo os dejara mis bienes a todos por igual, premiaría a aquellos de vosotros que os habéis portado mal conmigo y castigaría a los que os habéis portado bien.  

            – Entonces, ¿el dinero que tiene guardado será para aquéllos de nosotros que mejor se hayan portado con usted?

            – Veo que lo has entendido.

            No volvieron a hablar del asunto. El padre pudo comprobar una vez más que no está en la naturaleza humana el hacer el bien por el bien, sino el hacer el bien por el premio, como lo está el no hacer el mal por el castigo, pues si grandes eran los miramientos de sus hijos al creerlo un hombre rico, los cuidados arreciaron tanto cuando supieron la condición que imponía al destino de sus riquezas, que a veces resultaban empalagosos, y ya no sabía qué hacer con tantos regalos como le hacían.

            El padre murió tras sufrir una corta enfermedad, en paz y rodeado de sus hijos. Éstos, en cuanto supieron que había expirado, buscaron la llave del arca que estaba a los pies de la cama y, no hallándola al momento, forzaron la cerradura con una reja. Por ser el espacio pequeño y ellos muchos y mucha su avidez, se estorbaron unos a otros para abrir la tapa, y cuando después de alguna blasfemia y algún insulto lo consiguieron, sólo encontraron dentro una moneda de diez duros y una gruesa garrota con un papel enrollado y atado con una guita que decía: “Con esta garrota den veinte mil palos al padre que entregue el capital a sus hijos”.

            Algunos de ellos entendieron la lección, recapacitaron y se vieron a sí mismos como seres codiciosos y desagradecidos. Otros, en cambio, pensaron que su padre los había engañado y le guardaron rencor mientras vivieron.

            Las nueras amortajaron el cadáver sin cariño, aunque con el esmero que se trabaja una labor destinada a ser vista por muchos. Cuando le retiraron el pañuelo que le sujetaba la mandíbula, pudieron darse cuenta de que se le había quedado un rictus a manera de sonrisa que ya no hubo forma de reparar. “Se ríe desde el otro mundo de nosotros, tan estúpidamente apegados a la vida, que no conformes con vivir ésta queremos a toda costa vivir otra, y además eterna”, dijo uno de los que acudieron a dar el pésame a la familia. Y otro, más allegado, que conocía la historia familiar, contestó: “No, no se ríe, es el gesto del que aprieta los labios para contener el llanto”.