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La silla de los sordos

© Juan Bosco Castilla

 

            Cuentan que en un pueblo de Los Pedroches hubo una vez un cura alto, gallardo, un punto pasado de listo, de sermones largos y campanudos y algún intempestivo latinajo en el hablar cotidiano. Cuando ocurrieron los hechos que lo hacen merecedor de ser recordado, debía de rondar la cuarentena. Para entonces, ya era un hombre de poca fe, y si seguía ejerciendo el sagrado sacramento del orden sacerdotal sólo era por falta de alternativas o por inercia, esto es, por las mismas razones que, aun sin fe, ejercen otros el no menos sagrado sacramento del matrimonio.
            Aunque la parroquia era pobre, tenía su sacristán, que a decir de quienes han oído hablar de él era un hombre bajito, más bien feo, voz fría y monótona y no muchas entendederas. Junto al cargo de sacristán, había heredado de su padre una huerta a un par de kilómetros del pueblo que rendía sofocones grandes y hortalizas pequeñas y más regaba con su sudor que con agua, pues, para su desgracia, bien poca daba el único pozo de su pequeña hacienda, y eso que los de las huertas vecinas apenas mermaban, aun en verano, por mucho caudal que se les sacase. Aunque era más hortelano que sacristán, al ser el sacristán oficio menos frecuente y de más estima, por el sacristán era conocido en el pueblo, y como el sacristán lo nombran quienes aún conservan algún recuerdo de esta historia.
            Esos mismos dicen que la mujer del sacristán era algo más alta que él, no mal parecida y de muy buen gusto para las formas y los colores. Se habían hecho novios en la iglesia, pues ella, también por haberlo sido su madre, era la encargada de adornar el altar, vestir los pasos de Semana Santa y rizar la palma que sacaba el cura en la procesión del Domingo de Ramos. Aunque nada se ha oído al respecto, no es difícil conjeturar las circunstancias del noviazgo: algunas miradas cruzadas en la sacristía o bajo la fría bóveda del templo, unas palabras de cumplido (las flores están preciosas; has cantado como los ángeles), una coincidencia en los gustos y el sentimiento de que sus vidas eran tan complementarias como sus quehaceres. Ella, que era bastante más joven, debió de verlo adornado con las cualidades ideales de aquel oficio de hombres inteligentes, ordenados y sensibles: ¿quién en el pueblo, sino él, era capaz de subirse a un estrado y leer sin trastabillar, quién de cantar delante de tanta gente y tantas canciones distintas, quién se sabía de memoria el ritmo de las liturgias y quién, después del cura, entendía tanto de latines? Quizá, obnubilada por la juventud y el amor, hasta llegara a confundir la grandeza de alma del sacristán con la inmensidad del edificio por el que lo veía moverse con tanta desenvoltura, su voz monocorde con la hermosa armonía de los cantos sacramentales y su tosco saber con la enorme sabiduría de los libros que eran leídos por sus labios. Si, como es sabido, los humanos se enamoran más de una imagen deseada que de una realidad, aquella mujer bien pudo haberse enamorado del sosiego que infundían la desmedida grandeza, el silencio y la frescura del templo, del murmullo de los fieles, del orden y colorido de los rituales, del parpadeo de las velas, de los olores a azucenas, a incienso y a agua de colonia de los niños, de las conjuntadas voces del coro, de la ropa de los domingos y del extraño idioma en que se oficiaba la liturgia, que era tanto como enamorarse de quien, aparte del cura, más encarnaba aquella idílica imagen.
            No debió de tardar mucho en darse cuenta de que, aunque había sido la novia del sacristán, se había casado con un hortelano. Su marido no era aquel hombre permanentemente trajeado que cantaba en latín y olía a colonia. Ese hombre, el sacristán, se había quedado en la iglesia y ya sólo existía para los otros. El hombre con el que vivía comía con la boca abierta, no entendía de latines más que algunas canciones y cuatro frases sueltas cuyo significado ignoraba, vestía pantalones remendados, no tenía carácter ni conversación y volvía de la huerta con las uñas negras y oliendo a sudor y a estiércol.
            Cuando una mujer se enamora de un hombre creyéndolo un príncipe azul, se avendrá a la realidad más tarde o más temprano, aunque nunca acabe de superar la decepción. Pero si una mujer se casa con un hombre creyéndolo ceremonial, colorido, música, sosiego y latines, nunca se avendrá a la realidad si el ceremonial, el colorido, la música, el sosiego y los latines siguen existiendo de forma paralela a la existencia de su marido. La mujer que se casa con un hombre creyéndolo un príncipe azul quizá no siga enamorada de su marido, pero tampoco lo estará del príncipe azul. La mujer que se casa con un hombre creyéndolo un edificio y un traje, no seguirá enamorada de su marido, pero quizá sí del edificio y del traje.
            La mujer del sacristán incrementó sus trabajos en la iglesia. Y lo hizo no sólo para evadirse de aquel sentimiento de fracaso o como cataplasma para un dolor sin solución: había, además, algo insano en su interior, no declarado ni permitido por su pensamiento. De hecho, cuando salía de su casa para ir a la iglesia tenía un incomprensible sentimiento de culpa, y una vez, tras defender ante otras mujeres a una casada del pueblo que había sido infiel por amor, se sorprendió al descubrirse imaginando que dejaba a su marido para servir de camarera mayor en la inmensa catedral gótica de una sede episcopal, donde el cura era uno de los más influyentes canónigos.
            Se hubiera arrepentido y confesado si hubiera sabido de qué, pues, aunque no había pecado ni siquiera con el pensamiento, tenía el mal vivir del creyente que se halla en pecado mortal. No sabía que las malas inclinaciones, como las enfermedades, son más dañinas cuanto más tardan en ver la luz, pues se van extendiendo por nuestro interior sin que hallen obstáculos ni cortapisas que se lo impidan, de forma que cuando salen a la superficie lo hacen tan violentamente que ya no hay convicciones ni leyes capaces de ponerles freno.
            No es difícil imaginarse a la mujer del sacristán sabiendo por fin que se había enamorado de la persona equivocada, que cuando se enamoró del sacristán debió haberse enamorado del párroco. El descubrimiento debió de dejarla aturdida, y durante varios días seguramente no se atrevió a cumplir con su obligaciones en el templo para evitar encontrarse con quien tanta inquietud le producía. No era más que una forma de demorar lo inevitable, quizá, incluso, una forma de dar alas a lo inevitable, pues no es descabellado pensar que en aquella ausencia se hizo más agobiante la inquietud, y que al reprimirse el deseo provocó más deseo, como provoca las ganas de respirar el que contiene la respiración bajo una lámina de agua.  
            Cuando se desea en secreto, siempre hay un rictus, un error, una presencia extemporánea, una frase torpe, un algo fuera de lugar que delata. Aquel deseo reprimido debió de llamar la atención del párroco. Por eso, quizá él diría que fue ella quien se insinuó. Ella no debió de ser consciente de que sus actos la traicionaban y pudo pensar que quien se insinuó fue él. Quizá no se insinuó ninguno de los dos y durante meses, como les pasa a otros durante toda una vida, estuvieron sintiéndose atraídos el uno por el otro sin que aparentemente nada existiera entre ellos. Pero existía, por mucho que ninguno de los dos se atreviera a confesarlo. Y si existía algo que tendía a unirlos, además de esa tendencia natural a dejar las cosas como están, tenían en contra la enorme fuerza de dos prohibiciones que se solapaban: él era un cura y ella una mujer casada. Ninguno de los dos, sin embargo, lo era en aquel momento por convicción, sino por convicciones antiguas declaradas para toda la vida, y si el deseo puede echar por tierra prohibiciones guardadas con las convicciones más sólidas, mucho más expuestos estaban ellos, que sólo tenían prohibiciones vacías ante sí.
            Que la prohibición se rompió es bien sabido en ese pueblo de Los Pedroches. No es difícil imaginar encuentros íntimos en la casa del cura, que por el obligado secreto debieron de ser esporádicos. En otros sitios tuvieron que haber actitudes cariñosas, besos fugaces, caricias apresuradas y un continuo ir y venir de miradas y gestos de complicidad, que, a pesar de su mucho cuidado, no pasarían inadvertidos para todo el mundo.
            Según cuentan, también había en aquella parroquia un par de monaguillos, que por aquel tiempo rondarían los doce años. Uno era tímido y algo soso, y, además de por su natural tranquilo, respetaba las prohibiciones por el miedo que le infundían los castigos. Otro, en cambio, era lenguaraz y muy suelto. Cuando lo mandaban a un recado, salía corriendo como si le fuera en ello la vida, pero a la menor oportunidad se demoraba en juegos y charlas con otros niños, o haciéndole perrerías a los perros o a los gatos o a los burros, o diciéndole picardías a las niñas. Aunque el cura sabía que se comía las hostias sin consagrar, se bebía el vino de la sacristía y que se burlaba de él con jeringonzas y chanzas cuando le daba la espalda, lo aguantaba porque le caía en gracia su desenvoltura y porque creía que era natural en los monaguillos el ser un poco pillastres.
            Un día, sin embargo, el cura vio al monaguillo sacando monedas del cepo con dos cuchillos que hacían pinza y se le quitaron las ganas de ser permisivo con él: ésa, y no la repentina tacañería de los fieles, era la causa de la baja recaudación de los últimos tiempos. Aun así, no lo descubrió inmediatamente. Se calló y lo dejó hacer para darle luego mayor escarmiento, pues a la vergüenza de pillarlo en flagrante delito quería unir la vergüenza de pillarlo en flagrante mentira.
            – Vente esta tarde media hora antes de la misa, que quiero hablar contigo –le dijo al cabo de un rato, como el que no quiere la cosa.
            A la hora señalada, se presentó el monaguillo en la sacristía. El cura, que tenía la seguridad de quien juega con las cartas marcadas, sonrió y le dio un alegre cogotazo de bienvenida.
            – Anda, siéntate ahí, que te voy a confesar –le dijo, ya serio, señalándole una antigua silla de madera labrada que tenía el respaldo contra la pared.
            El monaguillo hizo lo que le había mandado el cura y éste se sentó en otra silla igual que había al lado.
            – Llevo varios días observando que faltan dineros del cepillo. Confessio est regina probationum, esto es,  la confesión es la reina de las pruebas. Por eso te pregunto: ¿tú sabes algo? –dijo el cura.
            – ¿Cómo dice usted? Desde aquí no se oye nada –contestó el monaguillo acercando la cabeza al cura y llevándose la mano a la oreja.
            – Niño, no seas insolente. Ei incumbit probatio, qui dicit; non qui negat. O lo que es igual, incumbe la prueba al que afirma, no al que niega. Y si yo afirmo lo que afirmo es porque tengo pruebas para saber con certeza quién es el ladrón. Te estoy dando la oportunidad de una salida airosa. Dime, niño, ¿quién roba el cepillo?
            – En esta silla no se oye nada, señor cura. Ya sé que parece una tontería. Pero si no me cree, cámbiese de asiento conmigo. 
            El monaguillo se levantó y le ofreció la silla al cura, quien podía haberle descubierto la verdad o, directamente, haberle dado una torta, pero se levantó y sentó en la silla que le ofrecía el monaguillo para seguirle el juego, porque se lo estaba pasando tan bien y estaba tan seguro de dominar la situación que cualquier demora alargaba su divertimento.
            – ¿Está usted bien sentado? –preguntó el monaguillo desde la silla donde antes había estado el cura.
            – Bien sentado. Y te oigo perfectamente –contestó el cura con una seriedad fingida.
            – Es raro, porque yo no oía nada. A ver ahora si me oye usted. Contésteme a esta pregunta: ¿quién estaba ayer en la sacristía liado con la mujer del sacristán?
            El cura se descompuso.
            – ¿Cómo dices? –contestó tartamudeando.
            – ¿A que va a resultar verdad lo de la silla? Le preguntaba que a quién vi ayer liado con la mujer del sacristán.
            El cura, sudando a chorros de pronto, abrió la boca y se tiró del alzacuellos: no había aire bastante en la sacristía para el que necesitaban sus pulmones.
            – Voy a tener que preguntárselo a gritos, aunque me oigan desde las bancas de la iglesia –amenazó el monaguillo.
            – No, basta, basta. Es verdad que no se oye nada. Parece mentira, pero esta silla vuelve sordo a quien se sienta en ella.
            Sin mediar más palabras, se levantaron y se fueron cada uno a lo suyo. A los pocos minutos llegó el otro monaguillo, que se extrañó de no ser recibido con un cogotazo cariñoso del cura.
            Como la historia no cuenta cómo acabaron los personajes, es de suponer que lo hicieron bien, esto es, sin provocar más escándalos, pues eso debía de significar bien tanto para la sociedad de aquel pueblo como para ellos.