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La risa de los santos
© Juan Bosco Castilla
En un pueblo de Los Pedroches vivió, hace mucho tiempo, una mujer hermosa, elegante y refinada. Heredera de una gran fortuna, contrajo pronto matrimonio con un joven de familia respetable, guapo, honrado, buen administrador y casi tan rico como ella, y lo bastante prudente como para no hacer alarde de sus conquistas ni en el casino ni en parte ninguna. Ambos vivían sin complicaciones ni se las buscaban, ajustando sus actos y pensamientos a los que para su clase marcaban las normas sociales de aquel entonces, rodeados de objetos valiosos en una casa inmensa por la que pululaban en silencio criadas de uniforme.
Quienes han oído hablar de ella le confieren aún el tratamiento de respeto que antes sólo se daba a las gentes con estudios y a los ricos y la llaman doña Dolores. Ésos mismos, dicen que doña Dolores era generosa en gestos y palabras y tacaña en realidades. Dicen, por ejemplo, que prefería pagar con una sonrisa una atención que dar una propina, que agradecía muy sinceramente y con ternura verdadera los desvelos de las criadas, pero jamás tuvo a bien darles un premio, y que, aunque se paraba a saludar a los niños de otros y les arremolinaba el pelo y les hacía carantoñas, nunca se la vio darles ni una moneda, ni un caramelo, ni una estampa siquiera.
Aunque tarde más tiempo, también la memoria colectiva acaba olvidándose de los ricos. De doña Dolores se hubiera olvidado ya, seguramente, de no ser porque esa tendencia suya a la mezquindad generó una historia digna de ser recordada. Así, cuentan que una vez llamó a su casa un pobre. En otras circunstancias, doña Dolores no se hubiera enterado del suceso, pues las criadas tenían por costumbre despacharlos con la generosidad aprendida de la señora, esto es, con una sonrisa y un Dios te bendiga o, como mucho, con una manzana o una naranja, pero en aquella ocasión doña Dolores andaba, aburrida, trasteando en los chineros del corredor central y oyó los golpes secos de una de las enormes aldabas doradas de la puerta.
– ¿Quién es? –preguntó.
– Un pobre, señora. Ya le doy yo una naranja –le contestó una de las criadas.
Doña Dolores siguió mudando piezas de porcelana de un estante a otro del chinero, pero cuando vio pasar a la criada con la naranja se le revolvieron las tripas al pensar en lo fácil que le resultaba a aquel hombre conseguir el sustento y, con la intención tanto o más de hacerle pagar un mínimo esfuerzo que de alimentarlo espiritualmente, quiso a cambio de su generosidad someter al pobre a una sesión de apostolado. “Dame esa naranja, que voy a hacer por él lo que no hace nadie”, le dijo a la criada, y con el fruto en la mano y una sonrisa franca salió a la puerta de la calle.
El pobre se quedó estupefacto al ver aparecer a la señora, tan hermosa, tan bien vestida, tan perfumada y sonriente. Por eso no reaccionó sino haciendo lo que aquella mujer le pedía y entró en la casa, a pesar de que al cruzar el umbral se avergonzó como nunca lo había hecho de sus ropas harapientas, de las greñas de sus cabellos, de su aliento podrido, de sus babuchas raídas, de su boca mellada, de su olor, de su incultura, de su hambre y, en fin, de su azarosa vida de privaciones y fatigas.
– Siéntese usted aquí –le dijo doña Dolores.
Era una silla forrada de un tejido floreado, mullida y suave, a juego con los sillones y cortinajes que abundaban en aquella enorme estancia. El pobre se sentó con una prevención exagerada, casi sin apoyarse, como para no romper ni herir lo que con tanta facilidad cedía a su peso, y, luego, se quedó mirando boquiabierto los espejos, los gruesos marcos de los cuadros, los jarrones y los pequeños objetos que coronaban las muchas superficies amuebladas.
“No nos engañemos: el mejor alimento no es el que da sustento al cuerpo, sino el que sirve para nutrir al espíritu”, dijo doña Dolores sonriendo. Y para dar cumplida explicación a lo que había sido expuesto de forma tan sentenciosa, habló primero del alma, de su dulzura y de sus potencias, en los términos sencillos que recordaba de sus tiempos de catequista de niños, y luego lo hizo del cuerpo, de sus necesidades y limitaciones, de sus enfermedades y miserias. “El alma es como una alacena sin fondo que no se cansa de recibir las buenas acciones que constituyen su alimento. El cuerpo, en cambio, no sólo se cansa, sino que enferma si recibe más alimentos de los que puede asimilar, por nutritivos y buenos que éstos sean, de forma que tanto lo matan las carencias como los excesos”, dijo.
El pobre oía sin entender aquellas palabras, que llegaban a sus oídos como la música celestial debe de llegar a los oídos de los justos, y no sólo por su incultura o por su torpeza, también (sobre todo) por la hermosura abrumadora de la señora y la voz apacible y melodiosa con que hablaba.
– Y como se ha portado tan bien, además de darle esta naranja le voy a dar un abrigo, que hace mucho frío para ir por la calle con esos agujeros en las ropas –aseguró doña Dolores satisfecha de su discurso y de su gesto.
Le dijo al pobre que la esperara junto a la puerta de la calle y, perseguida por la mirada de éste, se adentró en la casa.
– En la cámara hay un arcón con ropas de mis abuelos. Coge de allí un abrigo y se lo das a ese pobre –le ordenó a una criada mayor, bajita y gorda que por llevar muchos años en la casa era capaz de llevarle la contraria a doña Dolores.
– ¡Pero, señora, si esas ropas están roídas de los ratones!
– ¿No querrás que le dé uno que esté bien?
– Hay en la casa otros que no se usan, por viejos o por pasados de moda.
– No estarán tan viejos si están guardados. Y respecto de las modas, ya sabes que cambian: el abrigo que desechamos hoy mañana puede servirnos a nosotros. Y, además, ¿quién va a darle una limosna a un pobre que viste el abrigo de un rico? Tú haz lo que te digo, por bien nuestro y por bien del pobre.
La criada hizo lo que le había ordenado la señora y al rato el pobre salió de la casa con la naranja en la mano y el abrigo puesto, más desconcertado que agradecido.
Al cabo de unos pocos días, llamó a la puerta otro pobre. Las criadas, que habían visto lo que había pasado con el pobre anterior, no se atrevieron a despacharlo por sí mismas y, tras una pequeña reunión entre tres o cuatro de ellas, decidieron comisionar a la más vieja para que le preguntara a la señora. Doña Dolores, que estaba cortando rosas en el patio de su casa, respondió con un gesto de fastidio a la interrupción de la criada.
– Dale una naranja y que se vaya. Hoy no tengo ganas de hacer apostolado –dijo.
– ¿Le damos también ropa?
– ¿La necesita?
– Tiene poca y mala, y va descalzo.
– Dale unos zapatos que hay en el arcón de mis abuelos.
– Están rotos y arqueados.
– Rotos y arqueados estarán para nosotros, que tenemos más zapatos. Tú dáselos y verás cómo los aprovecha, que más valen ésos que ningunos.
No volvieron a interrumpirla las criadas. Cuando llegaba un pobre, ellas por su cuenta le daban una naranja y una de las prendas inservibles del viejo arcón que había en la cámara de la casa.
Sin embargo, pasadas unas semanas, algo ocurrió que cambió de pronto la actitud que la señora tenía hacia los pobres. Y fue que, hallándose una tarde de primavera durmiendo la siesta en una mecedora de mimbre, bajo una parra que cubría de sombra buena parte del primer patio, soñó que había muerto, y que tras la muerte no había cielo ni infierno, sino otra vida igual a ésta, con ricos y pobres, listos y torpes, guapos y feos, afortunados y desdichados, gentes que vivían en casas grandes y vestían ropa limpia y nueva y gentes que vivían en casas pequeñas o a la intemperie y vestían ropa sucia y raída, y que en la otra vida era tan necesario como en ésta comer tres veces al día, porque, aunque ya no te podías morir, si no comías pasabas hambre, y el hambre no adelgazaba pero dolía, y que era necesario vestirse, y no sólo por el frío, sino porque también en la otra vida existía el pudor, y el afán de adornarse, y la ostentación, y las modas, y el lujo, y una de las formas de medir el nivel social de las gentes era por la cantidad y calidad de su vestuario. En ese sueño, Doña Dolores se vio viviendo en la misma casa que tenía ahora, con el mismo marido, las mismas criadas pululando por corredores, salas y habitaciones, los mismos muebles de madera labrada, el mismo olor a guiso en la cocina y a jazmines y damas de noche en los patios. En el sueño, llamaban a la puerta. Una criada venía a decirle que había unos pobres esperando una limosna y, cuando ella se asomaba a darles una naranja, descubría asombrada que los pobres se vestían con las ropas de su marido o con las suyas, y, lo que era peor, que al verla aparecer la señalaban con el dedo y soltaban grandes carcajadas, porque estaba vestida con la vieja ropa de su abuela, la misma que en vida le había dado a ellos, hecha jirones, agujereada y sucia.
Doña Dolores se despertó sobresaltada y en un mar de sudor, igual que cuando en la adolescencia soñaba que sucumbía a las tentaciones de la carne. Se levantó de la mecedora y durante un tiempo anduvo tocando las hojas de las celindas, metiendo la mano en el agua clara del estanque, oliendo la fragancia de las lilas y las rosas y mirando el ir y venir de los pájaros en las ramas de la palmera por ver si las sensaciones físicas de tantas cosas bellas le endulzaban el amargo recuerdo del sueño. Fue en vano. A la hora se dio cuenta de que intentar olvidar el sueño era la mejor forma de no olvidarlo y cesó en su intento. Tras una reticencia inicial, su pensamiento vagó de una nimiedad a otra, como hacía siempre, y de hecho pasaron varios días sin tener recuerdo alguno del sueño hasta que, una tarde, hallándose a punto de salir a la calle para ir a una misa de difuntos, llamaron a la puerta. Era una pobre. Doña Dolores vio a la criada pasar junto a ella con una naranja y una toquilla de lana que parecía un felpudo, de puro sobada y sucia, y recordó al instante que en el sueño esa ropa era para ella. ¿Y si el otro mundo era como el mundo soñado?, se dijo entonces. En el sueño, el otro mundo tenía orden y lógica, más que ese territorio sin techo ni suelo poblado de ángeles y santos que era el cielo de su imaginación. Incluso el hecho de que los pobres vistieran con sus ropas y ella con las ropas de los pobres podía ser un acto de justicia, consecuencia de su desdén hacia esos seres que también eran hijos de Dios. Si Dios había hecho este mundo y quedó satisfecho de ello, el otro mundo podía ser mejor, pero no muy distinto de éste so pena de que Dios se contradijera a sí mismo, pensó en un arrebato de lucidez. En ese caso, si el otro mundo era, efectivamente, como lo había soñado, podía pasarse la eternidad hecha un reidero. Es decir, que en el juicio final, por su actitud hacia los pobres, ella era condenada al infierno, pues, a su juicio, ni en esta vida ni en ninguna otra había peor castigo para un ser humano que el ridículo.
– Espera, devuelve esa toquilla a su sitio y dale a la pobre el chaquetón de piel que me regaló el señor el día de mi cumpleaños –le dijo a la criada.
Ésta tardó en reaccionar. “Has oído bien. Haz lo que te he dicho”, tuvo que decirle doña Dolores.
Desde entonces, no hubo pobre que no se llevara de limosna lo mejor que en cada momento guardaban los muchos y profundos roperos de aquella casa. Ante tan inmoderado desprendimiento, Doña Dolores adquirió en el pueblo más fama de extravagante que de generosa. Ella todo lo daba por bien empleado, pues lo cierto es que en sus sueños el otro mundo se recompuso: cada cual volvió a asumir el papel que le correspondía con arreglo al orden natural de las cosas: los pobres volvieron a vestir de pobres y los ricos a vestir de ricos. “Sí, es una buena inversión”, se decía sonriendo al despertar: al fin y al cabo, a cambio de unas cuantas prendas caras se había ganado el cielo.