El viudo
© Juan Bosco Castilla
En un pueblo de Los Pedroches vivió una vez, hace bastante tiempo, un hombre viudo, de nombre José, que a los cincuenta y cinco años, cuando se casó su hijo menor, entregó a sus tres hijos sus fincas a cambio de parte de los frutos que produjesen y dejó de trabajar. Dicen que desde entonces comió lo que sus nueras le llevaban en una pequeña olla o en una cesta de mimbre y que, excepto algunos ratos que pasaba en el casino, vivía rodeado de silencio y de quietud en una casa donde en tiempos habían vivido con holgura más de treinta personas, como un obispo en un palacio episcopal abandonado. Cuentan, también, que aunque nunca fue simpático, la soledad lo volvió taciturno y de trato difícil, y dicen que una noche, al entrar en su casa y verla tan oscura y vacía, se volvió al casino y, encenagado en alcohol, confesó a quienes quisieron oírlo que le había visto a la vejez su horrible cara, y que antes de envejecer solo prefería morirse.
Aquella revelación cambió el rumbo de su vida. Sus vecinos lo notaron enseguida porque desde entonces vistió trajes nuevos y finos que las modistas del pueblo le hicieron con tejidos caros encargados a las mejores tiendas de la capital, porque visitó la barbería con una frecuencia inusual para lo que era costumbre en aquel pueblo, porque iba perfumado, con las uñas limpias y los zapatos brillantes, y, sobre todo, porque cambió radicalmente su carácter, de manera que de hombre callado y gris pasó a ser hablador, chascarrillero y bromista.
– ¿Se puede saber qué te pasa, que no pareces el mismo? –le preguntaron sus amigos en el casino.
– Que quiero echarme novia –contestó él.
Aunque la mayoría creyó que era una respuesta ocurrente para enmascarar unas repentinas ansias de juventud, era cierto, y, desde que había cambiado, José se vestía o se acicalaba pensando en cómo podía gustar más a las mujeres.
Los domingos, además, salía de paseo con el meditado propósito de ver a las muchachas. Había algo en ellas que le provocaba a la vez desazón y alegría, a medio camino entre el tiempo perdido y la esperanza. Las observaba desde lejos, sentado en un banco o haciendo como que oteaba el horizonte, ensimismado con sus risas o haciendo cábalas sobre las relaciones que las unían a los jóvenes con los que tonteaban. Cuando pasaba junto a ellas, lo hacía estirado y con una prestancia exagerada que a él mismo parecía ridícula, mientras las miraba de reojo e intentaba oír su conversación.
Una vez, una de las muchachas le dijo adiós. Él se volvió para descubrir quién había sido y contestarle y se encontró con un rostro deslumbrante y la figura recién hecha de una moza a la que llevaba persiguiendo con la mirada desde varios días atrás. Maravillado, se aturrulló, como sólo pueden hacerlo los adolescentes tímidos, y no fue capaz de articular unas palabras coherentes.
Cuando llegó a su casa, tenía un sentimiento de fracaso y un agudo dolor en el pecho que achacó con razón a un enamoramiento tardío. “Esto no es lo que yo quería”, se dijo para intentar cambiar el rumbo de los acontecimientos. Pero fue inútil. Sólo dos días pudo contenerse sin ir al paseo. Al tercero, salió de su casa con esa sensación de vértigo del que se ve arrastrado por una pasión incontenible. No encontró a la muchacha, y ese hecho, aparentemente contrario a sus deseos, le produjo un alivio repentino. “¡Ojalá y se haya ido del pueblo!”, se dijo, pues de sobra sabía él que en un imposible, y no en su voluntad, estaba el único remedio para su mal de amores. Volvió al paseo con la esperanza de no encontrarla. Durante muchas tardes caminó sin éxito arriba y abajo en una pertinacia sospechosa que, sin embargo, no llegó a cuajar en habladurías ni entre sus compañeros del casino ni entre las charlatanas del pueblo. Pero, al cabo de ese tiempo, volvió a verla, y entonces comprendió a quienes abandonan a su mujer y a sus hijos y a sus amigos y su trabajo y todos sus bienes y pierden su honor y su alma por estar cerca de una mujer. Él lo hubiera hecho en aquel momento de haber contado con la complicidad de la muchacha. Por ella hubiera hecho el ridículo más espantoso y hubiera pasado las peores fatigas, aunque a la nada lo hubiera abandonado por un joven de su edad.
Aquel día pasó junto al grupo que formaba con sus amigas. Cuando estaba más cerca, esbozó una sonrisa mirando a la joven que no encontró respuesta alguna. “No me ha visto”, se dijo. Y volvió a pasar y a esbozar una sonrisa que tampoco halló contestación. Otros días que las vio hizo lo mismo y obtuvo idéntico resultado. Hasta que una tarde, tras caminar delante de ellas, notó que se reían de él y sintió como una puñalada en la espalda. “El imposible existe, y es la diferencia de edad”, se dijo en un arrebato de lucidez, postrado en un sillón de su casa.
Los días que siguieron mató la ansiedad yendo al paseo a horas intempestivas. A la hora en que solía estar la muchacha en el paseo, salía de su casa y, en lugar de ir al paseo, andaba por calles alejadas fijándose en mujeres de su edad hasta que, al oír el penúltimo llamamiento de las campanas, tomaba el camino de la iglesia. De hecho, pronto adoptó el hábito de ir a misa para ver a las solteras que formaban el coro y catequizaban a los niños. Desde su sitio en las bancas o cuando iba a recibir la comunión, se esforzaba en dejar entrever una intención que pudiera suscitar en ellas interés y, quizá, hasta deseo. Al terminar una canción, por ejemplo, las miraba y hacía con la cabeza un leve gesto de agrado. Y al finalizar la misa se hacía el remolón rezando padrenuestros y repitiendo jaculatorias para coincidir con ellas en la salida, donde se limitaba a decirles buenas noches o habéis estado muy bien, y no por falta de coraje o de ganas, sino porque, del sobresalto que les provocaba un hombre, aquellas mujeres se golpeaban y tropezaban unas con otras y, finalmente, tomaban deprisa y todas juntas el mismo camino, como si la que se saliera del grupo quedara expuesta a la furia de un depredador.
Ya se creía viudo de por vida, cuando reparó en una de las beatas que se sentaban en las primeras bancas de la iglesia. El luto riguroso, el velo y el que hubiera estado tan pendiente de las solteras del coro habían hecho que pasara inadvertida para sus ojos. “Grave error”, pensó, sobre todo cuando, tras calibrar con miradas e imaginaciones las rotundas formas de su cuerpo, se enteró de quién era y supo de su soltería. “Esta es, sin duda, la mujer que me tenía preparada el destino”, se dijo, y como de sobra sabía él que el destino no perfecciona sus proyectos si no es con el auxilio del interesado, se puso enseguida a ayudarlo. Por lo pronto, se ubicó en las bancas primeras, detrás de ella, para que sintiera físicamente su presencia y pudiera ver que la miraba cuando volvía de comulgar. Pero, además, al terminar la misa se aguantaba sentado en la banca durante el largo cuarto de hora que aquella mujer permanecía de rodillas y con la cabeza hundida entre las manos. Sólo cuando ella se santiguaba para irse se levantaba él y se alejaba con pasos rápidos, aunque luego se demoraba en la puerta haciendo como que leía algún aviso del tablón de anuncios. Al pasar la beata a su lado, dejaba de leer y, como si se sorprendiera al verla, le decía buenas noches tenga usted o habrá que abrigarse, porque hace un frío de perros, o alguna otra frase similar que nunca fue correspondida más allá de un buenas noches, un sí, hace frío, u otra expresión de ese cariz.
“Arde por dentro. Esa frialdad es sólo timidez. Si no sintiera algo, no tendría necesidad de parecer grosera”, se decía José sentado en el mejor sillón de aneas de su casa, sitiado por la soledad y los pensamientos.
Una noche entró en misa con la intención de pedirle a la salida permiso para acompañarla hasta su casa. Su intención no era tanto acompañarla (sabía de la dificultad de la empresa) como provocar en ella un punto de inquietud y mucha zozobra, pues aquella petición tan simple la obligaría a pensar en él. Por una vez, los frutos iban a ser escasos, pero si trabajaba aquella debilidad, quizá la enamorara de verás o, quizá, provocara en ella una obsesión, algo bueno en los dos casos: no en vano, si es cierto que en este tipo de relaciones la salida natural es el amor, no lo es menos que la mejor forma de vencer a una obsesión es probarla y desmitificarla, lo que hablando de matrimonio es tanto como atreverse a probar el gusano del anzuelo. Si buenas eran las intenciones, mejores aún fueron los resultados: cuando salieron de la iglesia, estaba lloviendo a espuertas y ella había tenido la imprevisión de no traer paraguas.
– Señorita, ¿puedo llevarla a su casa? –le preguntó en un tono algo cursi incluso para una relación galante.
Ella contestó no, gracias, sin dejar de mirar a la plaza, donde la oscuridad de la noche le impedía ver los chorros de agua que caían sin piedad destrozando los tejados de las casas de los pobres.
– No parece que vaya a dejar pronto–dijo él, tras hacer como que oteaba un cielo imposible.
Ella calló. José supuso que en aquel momento le tenía más miedo a él que al agua, y que, si la tempestad continuaba hasta el punto de provocar en ella un dilema, preferiría ahogarse antes que consentir en que la salvara.
– Yo me voy –dijo José. En cuestión de minutos, las regueras que bajaban por las calles adyacentes se convertirían en arroyos insalvables. Estaban en una de las partes más bajas del pueblo. De seguir allí, quizá tuvieran que subirse a la torre o en el púlpito para librarse de la furia de las aguas.
– ¿No me va a llevar a mi casa?
Estaba asustada de veras, y prefería salvarse. Pero la climatología no daba para muchos juegos de seducción.
– Si se viene ahora, sí.
José abrió el paraguas. Ella se puso a su lado y lo agarró del brazo. Afuera, el suelo estaba resbaladizo y la ira de la naturaleza daba miedo. Protegidos por el paraguas, parecían dos náufragos en una cáscara de nuez a merced de una mar montañosa. “Agárrese fuerte”, dijo José, aunque la beata le estaba haciendo daño con los dedos.
Nada más cruzar la plaza, empezó a amainar la tempestad. Seguía lloviendo, y las regueras llevaban verdaderos torrentes de barro, pero ya se veía que aquella tormenta no iba a ser ni prima hermana del Diluvio Universal. José aprovechó entonces para hacer ostentación de galanura y valentía. “Cuidado con esa piedra”, “un pequeño salto”, “así, muy bien, sujétese a mi brazo”, le decía a cada pocos pasos, y más si los miraba alguno de los vecinos que se asomaban a la puerta para apreciar la fuerza del temporal.
“Sana y salva”, le dijo cuando llegaron a la puerta de su casa. Ella, por los nervios, necesitó tantear un rato para encajar la llave en la cerradura. “Gracias y buenas noches”, dijo antes de entrar. Luego cerró la puerta con mucho aparato de llaves y cerrojos. José siguió unos segundos ante la fachada, imbuido por el vértigo de saberse el único pensamiento de una mujer que en aquellos instantes seguramente estaba quitándose toda la ropa, humedecida por la lluvia. Que viviera sola desde la muerte de su madre añadía más placer a la posesión, sí, posesión, si no carnal, sí espiritual, ¿o no poseía ya el espíritu de aquella beata?
Aunque seguía lloviendo, no quería irse: tenía por aquella puerta una atracción parecida a la que siente el pescador por el punto de la lámina de agua donde se ha hundido una sirena. No podía, sin embargo, quedarse quieto sin llamar la atención de alguien que pasara o de algún vecino, lo que sería tanto como delatarse y, quizá, hasta estropear la relación amorosa recién nacida. Se marchó, pero volvió la vista cada pocos pasos para fijarse en la puerta, y, después de doblar la esquina, todavía se demoró asomando la cabeza, ensimismado en imaginaciones lujuriosas que, con ellos de protagonistas, ocurrían en una de las habitaciones que daban a la calle, donde se había encendido una luz.
Fue entonces cuando vio algo terrible que lo dejó paralizado: de entre las tinieblas de la noche salió un hombre al que reconoció por los andares y la figura, pues no le vio el rostro, que con una llave y sin armar ruido abrió la puerta de la casa de la beata y, tras mirar a ambos lados de la calle, entró en ella. Era uno de los parroquianos del casino, no mucho más joven que él, bastante más feo y un poco amigo suyo, que estaba casado con una de las mujeres más guapas del pueblo y tenía cinco hijos. “El follón que ha liado la otra para cerrar la puerta y el poco trabajo que le ha costado a éste abrirla”, se dijo José para ahogar en ironía su dolor.
Dio media vuelta y se fue a su casa sin reparar en regueras ni en charcos. Se acostó sin comer, desnudo, dolido con todas las mujeres del mundo, con todos los hombres del mundo y, más que con nadie, con él mismo. “Ya no sirvo para esto”, se dijo centenares de veces, aunque en realidad dudaba incluso de que hubiera servido alguna vez.
Pero a los pocos días le volvieron las ganas de emparejarse. Después de darle muchas vueltas, había llegado a la conclusión de que la beata bien podía haber sido para él, es más, de que con toda seguridad lo hubiera sido si otro hombre no hubiera llegado antes. Además, el que la beata estuviera liada con aquel individuo debía darle esperanzas: si había mujeres estrechas y recatadas que estaban dispuestas a una relación clandestina y pecaminosa con un hombre casado y mal parecido, muchas más habría dispuestas a una relación formal con un hombre viudo y atractivo. Sólo era cuestión de atinar con la mujer apropiada.
Durante los días que siguieron, se entretuvo en hacer un censo de candidatas. No halló tantas como creía, y a la mayoría de las que metió en la lista debió sacarlas porque o eran del coro, y a las del coro les había tomado coraje, o porque no le gustaban, o porque tenían un carácter de perros. Andaba dándole vueltas a la posibilidad de visitar a mujeres de pueblos vecinos, cuando se enteró de que había muerto un pariente suyo. La viuda era una mujer educada y hermosa de la que estuvo enamorado en sus tiempos de adolescente. Casarse con ella ahora, después de tantos años deseándola en secreto, hubiera sido como un regalo del destino.
Por obligación, pero también por el gusto de ver a la viuda y para explorar las condiciones del galanteo, asistió al entierro. Por el camino del cementerio fue hablando con uno de sus compañeros del casino de la azarosa vida de los propietarios de fincas, sometidos a los traicioneros embates de la especulación y a la rapiña de los arrendatarios, si bien es cierto que él fue de oyente casi todo el trayecto, pues no tenía pensamiento más que para la gloriosa belleza de la viuda, que iba sólo unos pocos metros delante de ellos, digna y serena como una diosa en su madurez. Ya en el cementerio, se percató de que había abundancia de viudos, y de que éstos iban vestidos con sus mejores trajes. “Si yo he venido a verla a ella, y soy una persona corriente, los demás, que son tan corrientes como yo, bien pueden haber venido a lo mismo”, se dijo. Se acordó de lo que le había pasado con la beata y pensó acelerar en todo lo posible los trámites de la conquista. Aquel momento no era malo para hacerse notar. Aunque en cierto modo se alegraba de aquella muerte, debía expresar su dolor y manifestar a la viuda un apoyo que implícitamente supusiera una declaración de intenciones.
La siguió con la mirada mientras el cortejo salía del cementerio entre apretones de manos y besos de pésame. Él se situó en las proximidades, a la espera de unos segundos de intimidad. Cerca de ella, sin embargo, también otros viudos esperaban a expresar sus condolencias, ¿o iban a lo mismo que él? ¿No era extraño, por ejemplo, que Antonio, el que había subido con él hasta el cementerio, se hubiera abierto paso a codazos entre el acompañamiento sólo para dar el pésame a la viuda? Cuando se dio cuenta, temió que uno de ellos se le adelantara o que fuera más atrevido. Por eso no esperó más ni se anduvo con rodeos. Se acercó a ella y se buscó la intimidad cogiéndola del brazo y apartándola un poco del grupo.
– Teresa, ¿te quieres casar conmigo? –le dijo de sopetón, temiendo que la sorpresa ahogara en ella una respuesta.
– Lo siento, José, pero ya le he dado la palabra a Antonio que, como has podido ver, me ha hablado antes que tú –contestó la viuda, y volvió al grupo para seguir recibiendo pésames.
José se quedó parado junto al panteón familiar de un ilustre hijo de la villa, petrificado y blanco como un ángel de mármol.
En la seguridad de su casa, recordó paso a paso lo ocurrido y sus suposiciones. “No puede uno fiarse de nadie”, dijo en voz alta tras dar un golpe en la mesa camilla. Y luego, también en voz alta, se prometió apretando los dientes: “La próxima viuda no se me escapa”.
A partir de entonces estuvo atento a los óbitos ocurridos en el pueblo. En cuanto oía que doblaban las campanas, preguntaba a las vecinas por la identidad del difunto, pues quería visitar a la viuda lo antes posible, incluso con el muerto de cuerpo presente. Tan seguro estaba de haber hallado por fin el método para encontrar a una mujer buena y guapa que compartiera con él el resto de su existencia, que se atrevió a escoger, y por eso dejó pasar dos o tres oportunidades en forma de fallecimientos de hombres a la espera de una viuda más acorde con sus exigencias.
Unas pocas semanas después, se le presentó la oportunidad. La viuda debía de rondar la cuarentena, y era trabajadora y muy hermosa. Por una de esas casualidades de la vida, era domingo y José venía de misa cuando oyó las campanas, de manera que no tuvo ni que ponerse un traje bueno para ir a la casa del difunto, adonde llegó estando el cadáver caliente, y, de hecho, la viuda debió salir de la habitación en la que con la ayuda de sus cuñadas estaba empezando a amortajarlo.
– Rosario, aunque parezca una impertinencia, te pido que te cases conmigo –le dijo bastante cortado.
– Lo siento, José, pero la enfermedad de mi marido ha sido tan larga que he tenido tiempo de buscar otro marido, así que ya estoy apalabrada –contestó la viuda.
José se retiró a su casa y se enclaustró en ella. Dicen en el pueblo que perdió la ilusión por casi todo y que, finalmente, no volvió a casarse.