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El milagro de las chispas

© Juan Bosco Castilla

 

            Hubo una vez en Villaralto, hace mucho tiempo, un párroco ni muy viejo ni muy joven, algo duro de mollera, que nada más llegar al pueblo quiso enmendar de golpe y porrazo lo que enseguida llamó las malas costumbres religiosas del vecindario. Cuentan que se vio sorprendido por la escasa afluencia de personal a los actos religiosos y la nula repercusión que había tenido su llegada, quizá porque venía de un pueblo de coros, beatas y procesiones, en el que todas las tardes mujeres de bien lo invitaban a café y rosquillos y no podía dar cuatro pasos seguidos por la calle sin que un niño acudiera presuroso a besarle la mano.

            – Es como si no hubiera cura –le dijo al sacristán–. Y aún diría más: esto parece un país de gentiles. Aquí no necesitan un párroco, sino toda una comunidad de pacientes misioneros. 

            El sacristán, hombre cachazudo y taimado, que era del pueblo y se había criado a la vera de los muchos párrocos que habían pasado por Villaralto, le dijo que la mayoría de los vecinos eran pastores y vivían en el campo y que, por hache o por be, los pocos que quedaban en el pueblo no eran muy amantes de los asuntos religiosos.

            – Para mí que los curas vienen a este pueblo como deportados, y así es difícil atraerse al vecindario –dijo.

            El párroco se armó de una paciencia consciente. “Ya vendrán”, pensaba ante la desolación de las bancas vacías. “Es cuestión de tiempo”, se decía cuando el día que faltaba el sacristán tenía que contestarse a sí mismo, porque apenas se oían los débiles susurros de las cuatro viejas enlutadas que acudían a la iglesia. Durante varios meses dedicó parte de sus muchas horas de ocio a idear estrategias para atraerse a los vecinos. Fue benévolo hasta la exageración, por ejemplo, en las penitencias que imponía en el confesionario; contó chistes y chascarrillos en los sermones; ahumó de incienso las bóvedas de la iglesia y encendió velas donde nunca las hubo; ordenó que repicaran por cualquier simpleza y durante más tiempo las campanas de la torre; cantó con su poderosa voz de barítono lo que en estricta liturgia no era más que leído; repartió por las calles sonrisas y bendiciones y visitó a todas las familias con alguna influencia en el municipio. Nada consiguió, sin embargo, y ese fracaso le mermó el ánimo hasta dejarlo al borde mismo de la derrota, cerca de ese estado en el que todo te da igual y sólo aspiras a la supervivencia.

            Pero no fue el ánimo lo único que le mermó en aquellos meses de zozobra: acostumbrado a merendar copiosamente todas las tardes y a comer de opíparos regalos, pronto vio cómo, por la abstinencia a que lo obligaban el olvido y sus escasos recursos, perdía peso y color, y que su lustroso rostro de canónigo iba camino de convertirse en el huesudo y descolorido de un pobre anacoreta.

            – Haría falta un milagro para atraer a los vecinos a la iglesia –le dijo un día al sacristán al terminar la misa.

            “Un milagro”, se repitió sin querer, cuando postrado en un sillón de la sacristía, ya solo, rumiaba su propia desolación. “Un milagro”, volvió a decirse en voz alta, sorprendido por una idea que de pronto se hizo luz en su atormentado cerebro. Era consciente de que no podía pedirle a Dios sino fuerzas para seguir trabajando, de que atraer a los vecinos a la iglesia era una obligación suya, no de Dios, pues el apostolado era parte fundamental de su trabajo. Un milagro, sin embargo, lo solucionaría todo. Con un milagro no habría vecino que se resistiese. Y si llenaba la iglesia con un milagro, ¿por qué no hacer un milagro? Él no era santo, él no podía hacer milagros. Pero podía hacerlos de mentira. ¿Tenía justificación una mentira, aunque fuera para bien? Si con el milagro de mentira conseguía atraer a los vecinos, seguramente sí. En todo caso, la alternativa era clara: o seguir como hasta entonces y que las gentes vivieran al margen de la religión o el milagro y que las gentes vivieran dentro de la religión.

            En los días que siguieron abundó en esa idea, en una batalla que, desde el principio, tenía perdida la verdad, pues, de hecho, bajo la forma de razones, fueron apareciendo pretextos, y, sin aparecer, a los pretextos se sumaron la vanidad, la avaricia, la soberbia y otros vicios y defectos propios de la naturaleza humana, de la que no están exentos los sacerdotes.

            – Tengo un plan para convertir a esos pobres descarriados –le dijo, finalmente, al sacristán–. El próximo domingo, durante la misa mayor, haré un milagro.

            El sacristán, que estaba colocando la túnica en una destartalada percha de pie, creyó que no había oído bien y se volvió sin sorpresa.

          – ¿Cómo ha dicho?

        – Que voy a hacer un milagro. A simular un milagro, más bien, que para el caso es lo mismo. Y tú me vas a ayudar –continuó el párroco en tono que no admitía réplica–. Lo tengo todo pensado. Verás –y se puso a andar por la sacristía frotándose las manos, concentrado en su plan y mirando al suelo–, el domingo que viene, durante la misa mayor, tú estarás escondido en la bóveda del altar con un tizón bien grande. En mitad del sermón yo daré un grito. Diré: Señor, y para que estos descarriados crean en Dios, que caigan chispas terremotas. Luego me callaré y señalaré al techo. Entonces tú rascarás el tizón sobre la ventana para que caigan las chispas desde la oscuridad de la bóveda, como si fuera un milagro.

            Por el respeto que le debía a la alta dignidad del párroco, el sacristán no podía oponerse de firme, por mucho que aquello le pareciera un disparate: bastante hizo con atreverse a hacerle ver las dificultades de aquella empresa y a ponerlo en antecedentes de las nefastas consecuencias que para la fe de aquellas buenas gentes tendría un fracaso.

            – Todo lo hago por ellos –dijo el párroco, cortando definitivamente el amago de discusión–. Yo soy el que se arriesga al ridículo, no tú. Además, no querrá Dios que fracase un plan que está pensado en el supremo beneficio de sus fieles.

            De mala gana se calló el sacristán. Y de mala gana (por obediencia, ya no por respeto), consintió en dejarle caer la buena nueva a las dos únicas beatas de la parroquia, y en decirlo como si tal cosa en las tabernas, y en los comercios, y en un velatorio, de forma que la noticia se fue extendiendo por el pueblo con la implacable eficacia que tienen las ondas en el agua, y en unos sitios provocaba hilaridad, y en otros devoción, y en otros movía a la sospecha, y en todos los casos dejaba a quienes lo oían en suspenso, pendientes de no se sabía muy bien qué, comidos por una curiosidad insana que casi siempre iba unida a un deseo, el del fracaso del párroco, para unos, el de su éxito, para otros.

            El día anunciado para el milagro no hubo pastor que se quedara en el campo, ni enfermo que no saltara de la cama, ni madre que no llevara a sus hijos a ver lo que sólo le es dado a unos pocos y sólo una vez en la vida. De El Viso y de Dos Torres fueron curiosos, y quizá hasta de Fuente la Lancha y de Alcaracejos. La iglesia se puso a tente bonete, y la gente que no pudo entrar llenó casi con iguales apreturas varias calles de las inmediaciones.

            “Estaba seguro”, se dijo el cura asomado desde la puerta de la sacristía, con la fría satisfacción del fullero que se sabe ganador antes incluso de que empiece la partida. Desde allí podía ver de reojo el brilló rojizo del tizón que guardaba el sacristán, quien desde antes de abrir la iglesia se hallaba escondido en el techo, bajo la bóveda del altar, tumbado en una tabla apoyada en el muro a manera de repisa, donde más la cubría el arco que separa la zona del altar del resto de la iglesia.

            Pero a la hora de la misa la satisfacción del párroco se había trocado en nerviosismo, pues nunca había tenido tan gran audiencia ni se había enfrentado solo a tanta expectación. Los fieles se dieron cuenta de que algo no andaba bien cuando lo vieron tropezar, y se miraron unos a otros cuando cambió los nombres de los difuntos por los que se pedía, y temieron lo peor cuando, perdido en el misal, lo vieron pasar páginas para adelante y para atrás durante un tiempo exagerado que el silencio alargó hasta la burla o la vergüenza ajena. “Verás cómo al final no soy capaz de decir bien el sermón”, se dijo, consciente de su repentina incapacidad.

            Durante los últimos días se había dedicado en exclusiva a preparar un sermón que sentara cátedra entre los curas de Los Pedroches y fuera recordado por los viejos en las tertulias de las noches de invierno. Y lo había conseguido, o al menos eso creyó él, hasta tal punto que cuando lo tuvo entero se sintió desbordado por su propia obra, como si aquel sermón no hubiera nacido de su limitada inteligencia, sino que le hubiera sido inspirado directamente por Dios, lo que a su juicio era prueba bastante de la aquiescencia que el Supremo le daba a la simulación del milagro. 

            Cuando llegó la hora del sermón, se hizo cargo de lo mucho que había esperado aquel momento, y mientras el crujido de los peldaños que lo llevaban al púlpito rompía el silencio apabullante de los fieles, recordó el compromiso que tenía con el destino de aquellas pobres gentes. “No puedo defraudarlos”, se dijo tras recorrer con la mirada cada uno de los oscuros rincones de la iglesia, atestados de fieles.

            – Mis queridos hermanos –tronó de pronto con los brazos abiertos y pronunciando mucho las eses.

            El arranque también lo había sorprendido a él. “Mis queridos hermanos –repitió en tono más sosegado–, paz y bien. Y digo paz porque en estos tiempos de maldades y de guerras...”, continuó, y para que los fieles supieran lo difíciles que eran los tiempos, y que no exageraba nada cuando decía que eran de maldades y de guerras, creyó conveniente describir las maldades que atosigaban a los hombres, y porque creía que las mujeres tenían maldades específicas, a ellas se refirió luego, y luego se refirió a los jóvenes, y luego a los campesinos, y luego a los pastores, y luego a los viudos, y luego a los comerciantes, y luego a los hijos, y así siguió, especificando maldades, hasta que llegó a las maldades de los curas, de las que no habló sino por encima, “porque no veo a ningún cura por ahí abajo y sería muy laborioso entrar en detalles”, dijo, y después de describir las maldades pasó a explicar las formas de luchar contra ellas, y para ser más eficaz lo hizo maldad por maldad, empezando por las genéricas de los hombres, siguiendo con las específicas de las mujeres, los jóvenes, los campesinos, los pastores, los viudos, los comerciantes, los hijos y un largo etcétera, y terminando con las de los curas, en las que no quiso entrar a fondo, “porque, como he dicho, no veo a ningún cura ahí abajo y, como el barbero no se pela su cabellera o el dentista no se saca su propia muela, no deben los curas darse consejos a sí mismos, so pena de hacerlo a su interés y, en consecuencia, como excusa o pretexto para el yerro”, dijo.

            El larguísimo sermón, que ya anonadaba a los fieles, se le estaba haciendo insufrible al sacristán, y no tanto por la dificultad de su postura, que era mucha, como por el trabajo de mantener vivo el tizón a fuerza de soplidos. De manera que cuando el párroco dijo “y si estos son tiempos de maldades, también son tiempos de guerras”, el sacristán temió una descripción tan prolija de las guerras como lo había sido la de las maldades, y con razón, pues enseguida oyó la incansable voz del párroco que decía: “Para empezar por lo más cercano, hagámoslo por las guerras europeas”. No fueron sólo las guerras presentes, también fueron descritas las pasadas, “porque –dijo– para explicar el presente es necesario dar cuenta de los rencores provocados por guerras anteriores”, y así muchas veces hubo de remontarse a las invasiones napoleónicas, otras a los conflictos religiosos del siglo XVI, tres a la disgregación del Sacro Imperio Romano Germánico, dos a las invasiones de los Bárbaros y una a las guerras del Peloponeso, “que –según dijo– acabó con la derrota de Atenas a manos de su rival, Esparta, a pesar de que el mejor estratega de esa época fue el ateniense Alcibíades”.

            Cuando el párroco se dio cuenta de que los muchos movimientos súbitos y empujones de los fieles eran provocados por desfallecimientos y que los esporádicos ayes y chillidos no era atentados de herejes o apóstatas, sino síntomas de los desvaríos a que estaba conduciendo el agotamiento mental de quienes querían seguir el hilo del sermón, con gran pena le dio término, a pesar de que, en realidad, sólo lo llevaba por los prolegómenos.

            – Ya sé que habéis venido para ver un milagro –dijo luego, tras una pausa premonitoria–, y que hasta que no veáis no creeréis,    gentes de poca fe.  Pues bien, para que creáis de una vez y para siempre –y en ese momento levantó las manos al techo señalando al lugar adonde estaba escondido el sacristán y a grandes voces dijo–: Señor, que caigan chispas terremotas

            El sacristán pegó un respingó en la tabla. Cansado de soplarle al tizón, se había abandonado hacía rato a su propio malestar.

            – Señor, que caigan chispas terremotas –repitió el párroco, todavía más alto.

            El sacristán frotó en vano el tizón sobre el techo.

            – Señor, ¿no me oyes?, que caigan chispas terremotas –repitió el párroco, comido por la impaciencia.

            El sacristán le soplaba al tizón con todas sus fuerzas y lo rascaba luego contra la pared, pero seguían sin caer chispas.

            – Por favor, Señor –dijo el párroco sumido en la angustia, apelando ya a un milagro verdadero–, que caigan chispas terremotas.

        Entonces, cansado de que se esperara de él un imposible, el sacristán asomó la cabeza y también a grandes voces dijo:

            – Va a caer una poca leche, que el tizón se ha apagado.