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El malcriado

© Juan Bosco Castilla

 

            Cuentan en Los Pedroches que una vez, hace mucho tiempo, vivió en uno de los pueblos de esa comarca un hombre soberbio y fanfarrón a quien el destino, que no siempre aplica la justicia en el reparto de favores y desgracias, castigó sus numerosos errores en las costillas de otro, siendo ese otro familiar suyo, y muy allegado, por cierto. Todavía recuerdan su nombre, Pedro, y recuerdan que era rico y que se casó a punto de cumplir los cuarenta con una mujer mucho más joven que él con la que pronto tuvo un hijo, al que puso por nombre Juan Nepo sólo para cumplir una estúpida promesa dada a sus amigotes en el desvarío del alcohol cuando celebraba el feliz suceso y a pesar de que ninguno de ellos le exigió su cumplimiento ni se lo hubiera exigido nunca. El matrimonio tuvo luego cuatro hijas, de las que apenas nadie recuerda nada, seguramente porque crecieron al amparo de la madre y bajo su sabia dirección y sabido es que, por ser corriente lo bueno, sólo lo muy bueno y lo malo queda grabado en esos anales de los pueblos que es la memoria colectiva.

            Quienes refieren esta historia dicen que Juan Nepo creció al amparo de su padre y bajo su dirección, y añaden luego que algunos amparos y enseñanzas, por exagerados o por erróneos, producen más perjuicio que beneficio, pues estando en la naturaleza del buen educador el ser flexible en lo flexible y rígido en lo rígido, hace mal quien es siempre flexible o siempre rígido o es flexible en lo rígido y rígido en lo flexible.

            Al parecer, Pedro imaginó para su hijo el destino de rico vividor que él había llevado desde que murió su padre, un hombre bastante rígido y muy trabajador que convirtió la fortuna familiar en una de las más grandes de la comarca. “Con tanto afán por hacerme un hombre de provecho se le olvidó que yo también tenía debilidades y sentimientos –decía Pedro de él–. Mi hijo no tendrá que esperar a que muera su padre para disfrutar de la vida”. Como decía: “Yo sé poco, ¿y qué? No acierto a comprender en qué mejoraría mi vida sabiendo más de lo que sé ahora. ¿Acaso sería menos feliz si no supiera dónde está Manila? ¿Dejaría de existir París sólo porque yo no supiera que es la capital de Francia? ¿El que ignora que dos y dos son cuatro tiene disminuida su capacidad para distinguir entre una mujer guapa y otra fea? La naturaleza, que es sabia, da al cuerpo desde el nacimiento criterio bastante para distinguir entre lo que le gusta y lo que no le gusta. La educación, esencialmente, es acostumbrar al cuerpo a conformarse con nada o, incluso, a soportar lo que no le gusta. Darle al cuerpo lo que no le gusta pudiendo darle lo que gusta no sólo es una estupidez, sino ir contra natura y, quizá, hasta pecado”.

            Juan Nepo creció sin saber lo que era el sufrimiento ni hacer uso de la voluntad. “La voluntad es buena para quienes deben conformarse con menos de lo que quieren. Como yo puedo dárselo, a mi hijo que no le falte ni gloria, y si algún día quiere algo y no puede conseguirlo, ya se acostumbrará sobre la marcha a no tenerlo, que la necesidad quita de golpe las costumbres más arraigadas”, contestaba a los pocos que osaban poner en duda sus extravagantes métodos. Y un día que alguien habló de la satisfacción que da el conseguir las metas con sacrificio, se rió a grandes carcajadas y dijo: “Suban otros a cumbres donde nadie ha pisado y celebren su triunfo inútil amasando esa tonta vanidad de los héroes, que yo los espero al pie de la montaña, sentado al sol, con una copa de vino en una mano y con la otra cogiéndole el culo a una muchacha”. 

            Cuando Juan Nepo supo leer y escribir y las cuatro reglas, Pedro lo quitó de la escuela porque al niño no le gustaba levantarse temprano ni soportaba las regañinas del maestro. “Saber más de lo necesario es tan estúpido como acumular más riquezas de las que te puedas gastar en la vida”, dijo a manera de explicación en uno de los bares del pueblo. “Si tuviéramos la ciencia infusa, vale, pero como no la tenemos, por un principio básico de economía, que bien podían enseñar en la escuela antes que a sumar, se debe saber lo que se va a necesitar, no más, pues el que se dedica a saber no se dedica a otras actividades más placenteras”, añadió. Y cuando alguien le hizo ver la posibilidad de que hubiera quien disfrutara aprendiendo, contestó con seguridad: “¿Ves tú?, eso sí es vicio. Aprender por saber es como trabajar por trabajar, esto es, trabajar sin obtener beneficio alguno. ¿Qué diferencia hay entre el que sabe algo inútil y lo olvida y el que sabe algo inútil y no lo olvida: ninguna. La misma que hay entre el que sabe algo inútil y el que no lo supo nunca”. Por aquel entonces, dijo a alguien que hablaba de Historia delante de él: “Dedicar el tiempo a estudiar Historia es la peor forma de perderlo. Podría entender lo de trabajar por el futuro, pero trabajar para el pasado no me entra en la cabeza. No veo mal que se trabaje para dejar a tus hijos una vida mejor. Lo estúpido es preocuparse por lo que ya no tiene remedio. ¡Qué más da cómo fuera mi bisabuelo, si ni siquiera lo conocí! ¡Y eso por no hablarte del tatarabuelo de mi tatarabuelo, que igual fue uno de esos pintores de las cavernas! Lo que importa es que yo me harte de comer y que a mis hijos no les falte de nada. Lo demás son zarandajas y ganas de perder el tiempo”. 

            Pedro quitó a su hijo de la escuela, pero no le dio ocupación que sustituyera al estudio. “Su padre tiene fincas”, argumentó sin que nadie le pidiera una explicación. Sólo a veces lo llevaba al campo, pero no a trabajar ni a enseñarle el arte de administrar una hacienda, sino a lucirlo, como el que luce a una novia guapa o a una joya carísima, pues el niño era alto y hermoso y siempre iba perfumado y de punta en blanco, y exhibiendo la belleza y la desocupación de su hijo ante los braceros sucios y ajados experimentaba el placer de los hombres satisfechos con su destino. “Una finca como ésta rinde para gastar mucho en vino, en jamón y en mujeres, hijo mío”, le dijo en una ocasión poniéndole la mano en el hombro, mientras desde un altozano oteaban el ondulado mar de encinas que cubría su finca.

            Sin estudiar ni tener otra obligación que practicar lo que le apeteciera, Juan Nepo no sabía qué hacer con el tiempo y se pasaba aburrido la mayor parte del día. Por aquella época su madre no le conocía otro entretenimiento que meterse con sus hermanas, de las que se mofaba con total impunidad, pues el padre ponía orden dándole la razón a él y mandando callar a sus hijas o, incluso, a su mujer, quien veía con horror que la distancia entre su hijo y ella se convertía poco a poco en un abismo insalvable.

            Parecidos entretenimientos tenía cuando iba por la calle: se burlaba de la cojera de los cojos, de la joroba de los jorobados, de las mermas de los viejos y de los harapos de los pobres. Su padre, en lugar de reñirle, le reía las gracias, y si el ofendido respondía airadamente salía en defensa de su hijo como si fuera su escudo protector. “¡Son cosas de niños, hombre!”, decía. Luego, cuando contaba a sus amigos las hazañas de su hijo, siempre terminaba con esta moraleja: “No saben convivir con sus defectos. Y, ya ves, nadie provoca más risa que el que no se ríe de sí mismo”.

Pero Juan Nepo no era feliz ni haciendo lo que le daba la gana, o quizá debido a ello: por ejemplo, acostumbrado a tenerlo todo con sólo pedirlo o con señalarlo con el dedo, sufría no siendo dueño de las cosas de otros, máxime si eran raras o novedosas. Cuando las veía, la envidia se le cogía a los nervios y el cuerpo parecía ir a descoyuntársele por los tics furibundos que le dejaban los músculos llenos de agujetas. Su padre, al verlo sufrir, se descomponía casi tanto como él y enseguida le compraba aquello de lo que carecía, aunque más moderno y más caro, ya fuera en su pueblo o traído de Córdoba, de Madrid o del extranjero. “Las fatigas que las pasen los pobres”, decía sin hacer nada para reprimirse un odio abstracto e inmoderado. “Lo mismo que me puedo permitir yo un capricho, se lo puede permitir mi hijo”.  

            Otro motivo de sufrimiento de Juan Nepo era la contrariedad. Acostumbrado a que su padre no sólo le sacara las castañas del fuego, sino, por así decirlo, a que se las acercara, se las pelara y le soplara hasta dejárselas al tibio calor de la boca, hacía de cualquier dificultad un problema irresoluble entre lamentos y lloriqueos. Su solución siempre era la misma: recular y pedir auxilio a su padre, quien dejaba lo que estuviera haciendo y acudía sin dilación para remover el obstáculo que se había interpuesto en el camino vital de su hijo.

            Por supuesto, nadie podía reñir a Juan Nepo. Aunque no existía esa prohibición expresa, cuantos lo rodeaban eran conscientes de que el niño iría llorando a su padre y de que éste, tras oír de su hijo la verdad, montaría en cólera y advertiría a gritos de que el único con autoridad para corregir a su hijo era él, él y nadie más, él, que por algo era su padre. “Si creéis que ha actuado mal, me lo decís a mí, que yo veré si necesita corrección y cuál es el castigo”, decía. Nunca lo castigó, sin embargo, y quienes los conocían sabían de sobra que las riñas del padre eran en realidad pequeñas manifestaciones de disgusto que nunca acababan en castigo, sino en una cariñosa palmada en la espalda.

            Siendo Juan Nepo todavía un adolescente, su padre quiso convertirlo en un hombre y, tras anunciarlo con muchas filosofías en numerosos bares del pueblo, lo llevó a una casa de putas de Córdoba regentada por una madama muy fina, oriunda de Burgos, que había aprendido a hablar el español con acento francés. Pedro cerró el lupanar aquella noche para dar una fiesta privada a sus amigos que quisieron acompañarlo. “Vosotros llegad hasta donde el cuerpo aguante, que yo pago”, dijo subido en el mostrador de la pequeña chingana que tenía el negocio, para regocijo de señoritas y amigos.

            “Mucho peor hubiera sido que hubiera ido solo. Una mala experiencia inicial puede inhabilitarte para el amor, y quizá hasta volverte marica”, explicó luego sin pudor alguno por los bares del pueblo.  Por si acaso, al despedirse de la madama, como el que le deja pagada una copa a un amigo en la taberna de la que es parroquiano, dejó pagadas otras tres visitas de su hijo, con la advertencia de que cuando se consumieran aquellos dineros se pidieran más, que para eso estaban, para disfrutarlos, y no para guardarlos debajo de una losa, que luego a la vejez nos entran las filosofías, nos da por hacer balance de nuestra vida y descubrimos con horror que tenemos dos montones, uno de dineros y otro de años perdidos.

            – Escuchadme. Al nacer nos dan un tesoro escondido en un arca y un cántaro con más o menos tiempo que pierde por una pequeña grieta. Hay quienes piensan que deben dedicar la vida a incrementar su tesoro. Trabajan mucho o no gastan o ambas cosas a la vez. Cuando el cántaro se ha vaciado, tienen el arca que recibieron intacta y otra arca llena de dinero y escrituras de fincas. De éstos, algunos no abren nunca el arca y mueren felices en su ignorancia porque piensan que han cumplido con su obligación al dejar a sus descendientes más riquezas de las que recibieron. Otros, en cambio, miran el arca poco antes de morir y descubren espantados que el tesoro oculto era la vida, de la que ya no les queda apenas nada, la vida, que han gastado sin provecho –solía contar cuando la conversación tomaba honduras filosóficas.

            Entre que el cuento tenía su lógica y que Pedro era poderoso e intransigente, pocos se atrevían a sacar de él otras interpretaciones y nadie a llevarle la contraria.

            No mucho después de aquella primera visita al lupanar, Pedro excusó a su hijo por la violación de la hija de una de sus pastoras. Aunque el suceso bien podía haber hecho clamar al cielo, el pueblo enmudeció. “La culpa no es suya, sino de la naturaleza y de ella: cuando se es joven y aprietan las ganas, a la mínima provocación hierve la sangre”, dijo, seguro de que aquel reprobable acto no traería consecuencias, pues había acallado la voz de la agraviada y de su familia con amenazas poco sutiles y unos cuantos billetes que el padre de la muchacha no se atrevió a rechazar.

            El suceso no fue el primero en que se veía envuelto Juan Nepo. Desde hacía años venía campeando por las calles del pueblo haciendo su santa voluntad, solo o en la compañía de unos amigos ricos a los que lideraba por su fiera determinación, su poca conciencia y su capacidad para derrochar dinero. “El muchacho estaba bebido. ¿Quién no se ha emborrachado alguna vez?”, decía Pedro a los sufridores de los desmanes, poco antes de sacar la cartera que acallaba la mínima protesta. “Son gamberradas propias de la edad. Puestos a preferir, prefiero mil veces a un muchacho suelto que a uno triste y alicaído”, les decía a los padres de los compañeros de su hijo. “No saben divertirse todavía. Estas cosas las cura el tiempo, ése tiempo que hace germinar las cosechas y madurar los frutos”, aseguraba con la misma convicción que tras echar la cuenta en una libreta de bolsillo proclamaba el resultado de multiplicar el precio de la libra por el peso de los borregos.

            Pero los abusos y tropelías de Juan Nepo no menguaban con la edad, sino al contrario. Pedro empezó a preocuparse cuando vio que su dinero y su poder no eran suficientes para frenar la contestación de los numerosos agraviados, cada vez menos dispuestos a tragar con los abusos de su hijo. Si Juan Nepo no ponía freno a sus numerosos delitos, acabaría por sufrir no el peso de la justicia, sino la ira del populacho, pues no de otra forma estalla la impotencia de los pobres.

            Sin querer admitir que era miedo el sentimiento que le corroía las entrañas, Pedro recriminó a su hijo sus comportamientos más excesivos. “El ejercicio del poder también tiene sus formas”, le dijo. “Hay muchas maneras de torcer la voluntad de quienes se oponen a tu voluntad. Buscar siempre la que más ofende es de tontos y acaba trayendo problemas”.

            Juan Nepo no se dio por aludido y siguió al salvaje ritmo que le marcaba su voluntad pervertida. Cuando su padre, urgido por los avisos de la autoridad y por la violencia verbal de los afectados, quiso poner freno a sus tropelías, Juan Nepo respondió de la misma manera que había hecho siempre con el freno que quisieron ponerle otros, esto es, contestar a voces con insultos y seguir como si nada. Cuando Pedro le retiró el dinero y advirtió a los dueños de los establecimientos de que en adelante no pagaría ni una sola de las juergas de su hijo, Juan Nepo lo amenazó con quemar la casa si no le daba la parte de la herencia que algún día sería suya. Pedro no transigió y Juan Nepo dejó de hablarle. Cuando Pedro atrancó la puerta de su casa para que su hijo no entrara en ella borracho, Juan Nepo saltó por los huertos de la vecindad, rompió los cristales de la puerta del patio y anduvo por la casa con una vela en una mano y una botella de alcohol en la otra bramando que mandaría a su padre y a su madre y a sus hermanas al carajo del infierno. Pedro no transigió. Volvió a atrancar la puerta, ordenó levantar los muros y esperó a su hijo levantado. Juan Nepo aporreó la puerta de la calle, saltó el muro medianero y en la más completa oscuridad cayó de bruces sobre un arriate de jazmines y celindas.  

            – Eres una puta mierda, aunque seas mi hijo –le dijo Pedro tras ayudarlo a levantarse.

            – Pues usted me ha cagado, padre –le contestó Juan Nepo con la lengua entorpecida por el alcohol y el golpe que se había dado en la boca.

            Todavía no repuesto de los desafueros de la noche, Juan Nepo se levantó a media mañana del día siguiente exigiendo a su padre el dinero que le correspondía por el hecho de ser su hijo. Ante la negativa cerrada, estalló en unos gritos que no pudieron acallar las razones primero y luego las voces destempladas de Pedro. “Entonces, lo robaré. Y usted será el culpable”, concluyó. Dio media vuelta y dándole patadas a las sillas y a las puertas, despeinado, con legañas y sin desayunar, salió de su casa escupiendo insultos a sus hermanas.

            – No se te ocurra volver por aquí –gritó Pedro cuando su hijo ya había traspuesto–. Si te veo aparecer por esa puerta, te mato.

            Juan Nepo se volvió. Su cuerpo fue por un instante una silueta inmóvil en el contraluz.

            – Usted no tiene cojones, padre. A usted se le ha ido siempre toda la fuerza por la boca –dijo.

            Si hubiera tenido a mano una escopeta, Pedro le hubiera pegado un tiro en aquel preciso momento, delante de su mujer, que lloraba en silencio junto a la puerta de la cocina, delante de sus hijas y de las criadas de la casa. Pero Pedro tenía las manos vacías, apretadas, pero vacías, y Juan Nepo se fue dejándolo a él quieto en mitad del corredor, humillado y vencido.

            Aquel día, Juan Nepo robó a punta de navaja en varias casas del pueblo. Pedro intentó otra vez, prometiéndose que sería la última, acallar con dinero las protestas de las víctimas. Fue inútil: no sólo tenía en contra a los perjudicados, sino al vecindario, que ya no quería la justicia de la autoridad, sino tomarse la justicia por su mano. Pedro acabó comprendiendo, finalmente, que si quería salvar a su familia debía aceptar que había perdido a su hijo.  

            – ¡Qué he hecho! ¡Cómo he estado tan ciego! ¡Cómo ha sido posible que haya modelado una fiera con los materiales que nos dieron! –le comentó a su mujer mientras miraba a través de los cristales la fronda de los arriates del patio.

            Juan Nepo huyó a la sierra.

            Dicen que varios años más tarde Pedro topó por casualidad en uno de esos montes perdidos con un hombre de largas barbas que llevaba sobre sus hombros un haz de leña y que Pedro se sintió incómodo ante la profundidad de los ojos que lo miraban. Y dicen que aquel hombre se puso en mitad de la vereda impidiendo el paso del caballo y que, después de un silencio en que chocaron sus miradas, aseguró con firmeza: “Apéese usted y mire”. Al parecer, el hombre cogió una mata que crecía junto a una encina, delgada como un dedo, y entregándosela a Pedro, dijo: “Tuerza usted esa mata”. Pedro, obnubilado por la magia del momento, no hizo pregunta alguna y ejecutó sin dificultad lo que se le pedía. “Pues eso debió hacer usted conmigo cuando yo era chico. Usted, padre, tiene la culpa de que yo fuera como fui y de estar como estoy”, respondió entonces aquel hombre.

            También al parecer, luego, se abrazaron.