El maestro de todos los maestros
© Juan Bosco Castilla
Cuentan que una vez, hace mucho tiempo, estuvieron Jesucristo y San Pedro en el pueblo de Dos Torres. Los primeros que aquella soleada mañana de primavera los vieron aparecer andando por el camino de La Jara dijeron luego que no les echaron cuentas porque venían vestidos a la común usanza de los campesinos y no llevaban equipaje ni nada que delatara lo extraordinario de su condición.
- Ahora que lo pienso, se parecían mucho a su imagen de las estampas, pero no tenían barba, ni el pelo largo, ni vestían túnica, ni una aureola amarilla flotaba sobre sus cabezas –declaró uno de los testigos.
Otros, más explícitos, describieron al joven como alto y fibroso, de cara agradable y semblante pacífico y alegre, y al viejo, como calvo, corpulento o algo pasado de carnes, de manos fornidas y el gesto severo de quien, aunque esté sano, parece sobreponerse al castigo de un dolor crónico.
Sólo en la descripción de los personajes estuvieron de acuerdo los protagonistas, pues cada uno de ellos describió los hechos como más convino a su honor o a su vanidad, de manera que durante días circularon por Dos Torres versiones distintas, y aun contradictorias, lo que provocó cierto escepticismo en el vecindario y dio lugar a que el relato que aquí se cuenta fuera tachado de falso o de pura invención en otros pueblos de Los Pedroches, que acabaron por no recogerla en su memoria colectiva.
Afortunadamente, la lejanía actúa de manera distinta en el espacio y en el tiempo. En el espacio, difumina los colores y las formas, confunde al observador y obstaculiza a la verdad. En el tiempo, en cambio, disipa las vanidades, evidencia las mentiras y descubre el verdadero papel que representa cada uno en la historia.
Todos los protagonistas han muerto. Ya han pasado bastantes años como para que se pueda hablar de ello sin ofender a sus descendientes. El tiempo, que ha puesto a cada uno en su sitio, ha dotado a las personas reales de una naturaleza similar a la de los personajes de los cuentos.
Por ello, puedo contar, con total libertad y la seguridad de que ocurrió, que nada más llegar Jesucristo y San Pedro a Dos Torres, vieron a una quinceañera que cantaba y bailaba en la explanada que hay junto a la ermita de San Roque, patrón de la localidad. Jesucristo se quedó mirándola, sonriente y complacido. Pero a San Pedro, que era un punto cascarrabias, le dio coraje ver aquellos movimientos y aquella alegría cuando él tenía los pies machacados de andar por los pedregosos caminos de Los Pedroches, y le espetó:
- Anda, niña, y vete a trabajar y a ganarte el dinero de tu sustento.
- Dios, que me ha criado, Dios que me mantenga –le contestó la muchacha sin dejar de bailar.
San Pedro se sintió tan herido en su amor propio, que se echó adelante para llevar a las manos su reprimenda. Jesucristo lo contuvo sujetándolo por el brazo y le dijo:
- ¿Dónde vas, Pedro?
- Pero, Señor, ¿has visto qué poca vergüenza, faltarle al respeto a un viejo y con una blasfemia? –argumentó San Pedro, confundido por la reacción de Jesucristo.
- Ni faltar al respeto ni blasfemia: se ha limitado a contestarte. ¿Por qué la has importunado tú?
- Por holgazana: éstas no son horas de andar bailando, sino de trabajar.
- También son necesarios bailarines y cantores: no todo va a ser criar ganado o cosechar trigo. ¿No has visto cuando veníamos por el camino las flores de los rastrojos, el contraste de colores y de luces de los campos, las formas de las montañas de San Benito o de Santa Eufemia, el emerger de la torre de Pedroche sobre las sementeras o el plácido vuelo de las águilas. ¿Dirías que es inútil la belleza porque no se come? Esta muchacha está alegrando la vida de cuantos pasan por aquí. Y si tuvieras una mínima sensibilidad, también tú te habrías sentido complacido con su alegría. Anda, ve y dale esta moneda, que bien se gana el jornal quien hace tanto bien.
San Pedro no acabó de entender el comportamiento de su Maestro, pero lo amaba tanto y tenía tanta confianza en él, que tomó la moneda y se la dio a la muchacha.
Más abajo, ya en la calle El Cerro, había una mujer muy vieja sentada al sol en una silla de anea, cosiendo, los ojos entornados y muy cerca del paño, como si tuviera dificultades para ver la labor. San Pedro se compadeció de ella y le dijo:
- Señora, ¿cómo es que siendo tan mayor está usted cosiendo?
- Para ganarme el pan: porque si no trabajo, no como.
San Pedro se volvió hacia Jesucristo y, haciendo todo lo posible para no aparentar soberbia, le dijo:
- ¿Has visto, Señor?: aquella muchacha, en lo mejor de la vida, y holgando, y esta pobre vieja, que apenas ve para manejarse, trabajando como si fuera una muchacha.
- ¿No será un reproche que me haces, Pedro?
- De ninguna manera, Señor.
- Pues si me quieres hacer ver que esto está mal, no me argumentes que aquello estaba mal, porque nada tiene que ver una cosa con la otra. A ver, a la muchacha le di una moneda, ¿qué quieres que haga por esta buena mujer?
- Una moneda no la va a sacar de penas –dijo San Pedro.
- Dile que pida un deseo, que voy a concedérselo.
San Pedro le pregunto a la mujer y ella, que había permanecido ajena a la conversación, soltó varias carcajadas que dejaron a la vista un único diente en la oscura sima de su boca, y dijo luego:
- Volver a tener quince años.
Al otro lado de la calle había una fragua. Jesucristo reparó en el agudo golpeteo del martillo sobre el yunque y le dijo a la mujer:
- Venga usted conmigo.
La mujer dejó la labor a un lado, se levantó con mucha dificultad y aceptó el brazo tendido de aquel joven forastero. Era pequeña y andaba encorvada, despacio y con las puntas de los pies muy hacia fuera. Tardaron en cruzar la calle, y, ya dentro de la fragua, tardaron en llegar hasta el horno, a pesar de lo cual el herrero no hizo nada por detenerlos, ni siquiera cuando Jesucristo cogió a la mujer y, como si pesara lo que una muñeca, la metió en el horno con la única ayuda de un gancho. “Ahora a esperar a que el fuego haga su trabajo”, dijo Jesucristo. Debieron esperar poco rato, apenas el tiempo que tardó Él en echar un trago de un botijo de barro blanco que había en el alféizar de una ventana, sobre un plato encharcado. Cuando la sacó del horno, la mujer era como de hierro candente: estaba roja y brillaba tanto que para mirarla había que entornar los ojos. Jesucristo la colocó sobre una pila de granito que había vaciado de mocos de un violento manotazo y se puso a forjarla con un martillo. “Ya está”, dijo, satisfecho, al cabo de unos minutos. La enganchó y la metió en el barreño donde el herrero enfriaba la piezas grandes. Un ruido, como un soplido enorme, y una espesa nube de vapor de agua precedieron a la visión que dejó atónito al herrero y maravilló a San Pedro, y eso que el santo se había visto numerosas veces en situaciones parecidas: la vieja era ahora una galana moza que, incrédula, se miraba y se tentaba su lozano cuerpo.
- ¡Ea, ya esta bien de coser por hoy! Anda, vete a cantar y a bailar –le dijo Jesucristo a la muchacha.
Ésta salió de un brinco del agua y, tras besar a Jesucristo y a San Pedro, echó a correr hacia la calle.
- ¿Crees que hemos hecho bien, Pedro? – preguntó Jesucristo cuando salían.
- ¡Claro que sí!: no hay más que ver lo contenta que se ha puesto.
- No sé, Pedro. Sólo espero que con el tiempo no nos maldiga por haberle concedido su deseo.
Ya en la calle, repararon que sobre el portón de la fragua había un cartel de madera que, tras el nombre del herrero, tenía pintado a grandes letras negras: “El maestro de todos los maestros”. San Pedro supo que aquella frase ofendía a quien lo acompañaba y que, aunque ofendido, Jesucristo no abriría la boca para emitir una sola crítica.
- El mundo es de los insolentes –dijo San Pedro indignado.
- ¿Lo dices por el cartel? –contestó Jesucristo.
- Por el cartel lo digo. Y si yo fuera El Maestro, no consentiría que nadie se arrogara un título superior al mío.
- Si tú fueras El Maestro, actuarías como tal. Y como soy El Maestro, no voy metiéndome en esas menudencias en que se afanan inútilmente los hombres.
- Pero es un acto de suprema soberbia. Ese hombre merecería una lección.
- Quizá la haya tenido al ver a la vieja convertida en muchacha. Y si no, bastante castigo tiene con vivir en una doble ignorancia: la de creerse más de lo que es y la de no saber que con ese presuntuoso cartel es el hazmerreír del pueblo.
San Pedro se conformó con aquellas palabras. No sabía que dentro de la fragua bullía la imaginación del herrero, quien por ser muy ignorante era también muy audaz. De hecho, el herrero creyó no haber asistido a una lección de humildad, sino de herrería, de forma que, nada más salir Jesucristo y San Pedro de la fragua, corrió a su casa, le contó a su mujer lo que había visto y le dijo:
- Vamos a llevar a tu madre a la fragua, que la voy a poner de quince años.
La mujer del herrero no era tan ignorante como él, pero estaba cegada por el afán de ostentación y por la avaricia.
- Quítese usted la toquilla y cámbiese las zapatillas por los zapatos, que vamos a salir –le dijo enseguida a su madre, que hacía punto sentada al amparo de un alegrito brasero de picón.
De nada le sirvió a la vieja preguntar y resistirse. Al cabo de unos pocos minutos se vio en la calle, urgida por las voces de su hija a un esfuerzo superior al que sus agarrotadas piernas podían ofrecerle.
- ¿A qué me traéis a la fragua? –dijo cuando pasaban bajo el granítico dintel de los portones.
- Ahora lo verá, madre. Ahora lo verá.
La vieja, para quien tanta falta de explicaciones no auguraba nada bueno, tuvo una sospecha horrible al ver a su yerno avivar el horno.
- ¿Se puede saber a qué hemos venido?
- La vamos a dejar de quince años. Verá qué contenta se pone cuando se vea hecha una mozuela.
¿Hablaban en serio?: si era una broma, no tenía ni pizca de gracia, se dijo la vieja. Hizo ademán de irse, pero entre su hija y su yerno la agarraron y la arrastraron hasta la boca del horno.
- Estáis locos –dijo temblando.
- Estése quieta, que es por su bien.
Quizá estuvieran locos. La vieja ya no sabía si querían matarla o la matarían sin querer, intentando, como decían, quitarle años de encima.
- ¿Y yo para qué quiero tener quince años?
- ¡Qué tonterías tiene usted, madre!
La matarían, ya era seguro. En vano intentó gritar y librarse: su hija le tapó la boca con un pañuelo y su yerno la aupó como a un fardo hasta la boca del horno y la metió dentro.
Como había hecho Jesucristo, el herrero cogió entonces el botijo y echó un trago. Luego volvió a abrir el horno. El cadáver de su suegra ardía con el pavoroso vigor de las teas. Algo no andaba bien, pensó. Y dijo: “Tenía que estar incandescente como un hierro”.
- ¿Qué quieres decir? –le preguntó su mujer temiéndose lo peor.
El herrero no contestó. Agarró el gancho y tiró del cadáver hasta que salió del horno y cayó al suelo, donde, ante su boba mirada, siguió ardiendo. “¡Qué hemos hecho!”, exclamó su mujer, repentinamente iluminada por la horrible luz de la razón, y con unas prisas que la hicieron trastabillar derramó sobre el cadáver varios cubos de agua. Luego, se quedaron los dos alrededor de aquella masa de carne quemada, paralizados y como sin pensamiento.
- ¡El maestro de todos los maestros! –dijo el herrero por fin, reconociendo su error.
Se dio media vuelta y salió corriendo de la fragua. En la calle, preguntó por un forastero joven que debía ir acompañado de un viejo corpulento y de piel curtida. Siguiendo las noticias de la gente llegó a la ermita de San Sebastián, a cuya sombra se detuvo a descansar, exhausto y lloroso.
Y ocurrió entonces que alguien habló detrás de él para, al mismo tiempo, reprenderlo y reconfortarlo.
- Nadie sabe tanto nunca –oyó.
Era Jesucristo, que iba acompañado de San Pedro. El herrero sintió que su ánimo y su pensamiento eran transparentes y no tuvo valor para formular ni una petición ni una excusa.
- En mi ignorancia, creía que sabía más que nadie –dijo bajando la mirada.
- Siempre hay alguien más hábil, alguien más fuerte, alguien más sabio. No puede presumir el maestro, por mucho que sepa, de sus propios conocimientos, pues son los conocimientos de los discípulos los que engrandecen al maestro, no los conocimientos del maestro mismo –contestó Jesucristo. Y después de un largo silencio, añadió-: Ven con nosotros, que vamos a devolver la vida a tu suegra.
San Pedro pensó que aquel vamos era, más que exagerado, incierto, pues él no tenía intervención alguna en los milagros, pero calló, y no tanto por no llevarle la contraria a Jesucristo como por parecer más importante a los ojos de aquel pobre hombre que en tanto se había valorado.
Hicieron el camino de prisa y sin detenerse. En cuanto llegaron a la fragua, Jesucristo cogió el cuerpo de la vieja y lo metió en el horno.
- Déjala de quince años, como a la otra –pidió San Pedro mientras Jesucristo bebía agua del botijo.
Jesucristo negó con la cabeza.
- Sabes, como yo, que ella no lo deseaba –dijo luego-. Y creo que hacía como discreta.
Enseguida abrió el horno, la sacó con un gancho y, tras colocarla en la pila, se puso a moldearla a martillazos. “¡Ya está!”, exclamó al cabo de unos minutos. La enganchó y la metió en el barreño. Cuando se disipó el espeso vapor que nubló el aire, apareció la vieja ya seca y andando sobre el suelo, con su piel arrugada, sus carnes blandas, sus huesos quebradizos y su mismo moño de siempre. No recordaba nada de lo que había ocurrido. “Bueno, me voy, que se me hace tarde”, dijo, y seguida por la mirada de los presentes salió a la calle.
Su hija, que había sido muda testiga del milagro, se echó llorando a los pies de Jesucristo, vencida por el asombro y por el remordimiento.
- Levántate –le dijo Éste-. Vete con tu madre y modera tu ambición.
La mujer se levantó y se apartó a un lado. Jesucristo y San Pedro salieron de la fragua y continuaron su camino.
- Señor, ¿crees que habrán aprendido la lección? –preguntó San Pedro ya en las afueras de Dos Torres.
- Éstos sí, Pedro, porque han sentido el error en sus propias carnes –contestó Jesucristo-. Pero el que oiga esta historia, y aun el que la lea (pues habrá quien dentro de muchos años la escriba), creerá que cuanto hemos vivido es puro cuento, y valorará más el ingenio y la pericia del narrador que las enseñanzas que pueden extraerse de ella.