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El cabrero y el lagarto

© Juan Bosco Castilla

 

            Dicen que una vez, hace mucho tiempo, hubo en un pueblo de Los Pedroches un pastor a quien la soledad había modulado el carácter, que habiendo sido agrio y pendenciero en sus años juveniles, con la madurez había tomado el aire sosegado que la naturaleza sabe imprimir al paisaje de esa comarca. “Es que me dejo llevar por lo que ordena el tiempo y la madre tierra, como las hojas de los árboles o como las cabras”, contestaba cuando alguien le refería el cambio que había experimentado su carácter. No podía decir, porque quizá no fuera entendido, que tras aquella imagen se encontraba una filosofía autodidacta que él mismo había resumido en tres únicas reglas: conformarse con la satisfacción de las necesidades básicas, aceptar la muerte y lo negativo como parte de un proceso natural de cambio y aprovechar al máximo lo hermoso que nos ofrece la vida.

            Mientras los casi trescientos machos cabríos capados que tenía bajo su custodia comían sin preocupaciones en la falda de alguno de los montes de Santa Eufemia, él solía subir hasta una cumbre y sentarse en un peñasco a algo más que a mirar el paisaje. No era imposible que Dios, desde el cielo, viera así las cosas del mundo. Quizá el cielo fuera un peñasco desde el que había una vista como aquélla y estar en el cielo era estar así, con esa brisa en la cara y esa paz interior. Días había que, sin perder la visión del horizonte, el pastor se imaginaba a sí mismo como una hebra de hierba mecida por el viento y días que se imaginaba siendo una piedra pulida por el curso de un arroyo. “Cuando sea capaz de imaginármelo todo, me moriré”, pensó el atardecer de una dilatada jornada de imaginaciones.

            Otras veces, en cambio, solía pensar en esos seres que eran como él, o al menos de su misma fisonomía y de modales semejantes, pero distintos en el fondo y tan ajenos que parecían pura imaginación, como lo son las escuelas de abubillas o las jaras que conversan con las abejas. La villa de Santa Eufemia estaba al pie del cerro del castillo y la intuición de sus vecinos era próxima y real. Pero el resto de los pueblos eran una mancha blanca y roja en el océano verde oscuro de la dehesa de encinar y sus habitantes tenían esa identidad mágica y vaga que poseen los personajes de los cuentos. A la izquierda, apenas a un estirón de la mano, se extendían hacía el este las cuerdas de montes que forman las sierras de Pajonal, Bonales, la Garganta y Madrona,  y, más allá,  como un lago de aire denso, el desierto valle de Alcudia, cuyo extremo oeste coincide con Los Pedroches y La Serena donde se juntan el Guadalmez y el Zújar, a espaldas de las últimas estribaciones de la sierra de Santa Eufemia. La Alcudia parecería el mundo de un cuento distinto, habitado por peces que vuelan en bandadas hacia un norte de ensueño y hadas que viven en las copas de árboles sumergidos si no fuera porque desde aquel monte podía verse Alamillo, que, aunque se levantase a escasa distancia de donde él estaba, ya se ubicaba más allá del río Guadalmez y era de La Alcudia. Alamillo era un recordatorio de que lo irreal es tan sorprendente como lo real y una prueba de que entre lo real y lo irreal no hay otra diferencia que la que separara a unos cuentos de otros. Frente a él se extendía una vasta llanura ondulada por pequeños cerros que desde el castillo de Santa Eufemia parecía no tener otro fin que el mismo fin del mundo, encajonada al norte por esos montes próximos que la separan de La Alcudia y al sur por una sucesión de sierras lejanas y bajas cuya silueta gris apenas se recortaba en el horizonte. Los Pedroches es un extraño valle surcado por arroyos secos la mayor parte del año que nacen en su eje central y mueren al pie de las montañas que lo circunscriben, unos en afluentes del Guadiana y otros en afluentes del Guadalquivir.

            Desde el castillo de Santa Eufemia, su familia y sus conocidos no eran más que paisaje y resultaba difícil seguir el curso de sus vidas. “Seguramente ahora alguien se estará muriendo, quizá acabe de morirse un muchacho joven, quizá con hijos, y su viuda y sus más allegados piensen que su dolor va a derretirlos para siempre. Y ¡ya ves!, desde aquí arriba todo sigue igual, y seguiría igual si se quedaran desiertos los pueblos, o incluso si se murieran todos los hombres del mundo”, pensaba.

            Otras veces el pastor se quedaba eclipsado viendo en la lejanía la torre de Pedroche. Entonces reconocía en el hombre un valor transformador del paisaje, como lo reconocía en la lluvia o en el viento. Las nubes siempre son las mismas, por mucho que vayan y vengan y se junten y se separen, como es el mismo el viento, que unas veces corre más y otra menos, y puede irse a otros lugares y volver cargado de humedad o de polvo. Una nube no es nada, ni lo es un soplo de aire. Tampoco es nada un hombre. Un hombre se muere y, aunque quienes lo aman creen que nunca volverán a ser los mismos, siempre acaban olvidándolo, y más tarde esos hombres también mueren, de forma que al final nadie se acuerda de nadie. Pero la suma de muchos hombres había hecho la torre de Pedroche hacía varios siglos y la había conservado intacta hasta la fecha. La suma de muchos hombres era como la suma de las nubes o como la suma de los soplos de viento. Un hombre no es nada, pero la humanidad sí es importante. Un hombre quizá no tuviera alma, pero la humanidad sí la tenía. Y quizá si a la tierra le faltara la humanidad se quedaría coja, como si le faltaran las nubes o el viento.

            La machada comía desperdigada entre el bosque de encinas y acebuches, tapada por el denso matorral de jara pringosa, enebro, lentisco, coscoja y retama. La referencia del ganado era el cencerro de uno de los tres machos no capados, al que el pastor conducía con silbidos y un amplio repertorio de voces de mando.

            En muy pocas ocasiones sacaba al ganado de aquella sierra. El pastor, que andaba con un burro en el que portaba una tiendecilla y el hato, dormía donde le caía la noche, y raras veces echaba mano de los alimentos que llevaba consigo. Era como los linces o los gatos monteses que convivían con él, de los que conocía sus huellas, su olor y su rastro, y con quienes compartía afición por la carne de herbívoros pequeños, aunque, al contrario que ellos, se aprovechaba también de las muchas raíces, tallos, hierbas y frutos que con suma generosidad daban aquellos montes a quienes los amaban y conocían. 

            Solía pararse a comer junto a las ruinas del castillo de Miramontes, que otros llaman de Santa Eufemia, levantado sobre un pedestal rocoso en la cima de un monte desde que el que se divisa el inmenso llano de Los Pedroches. El pastor solía comer mirando hacia la lejanía y, cuando terminaba, se demoraba un rato en el mismo sitio, embelesado en sus ensoñaciones tanto o más que en el paisaje.

            Cuentan los habitantes del lugar que en uno de esos tórridos veranos que se sufren en Los Pedroches, estando comiendo el pastor a la sombra de una de las torres del castillo, salió de entre las ruinas un lagarto ocelado enorme, de casi un metro de longitud, que se quedó mirándolo con esos ojos amigables e inteligentes con que los perros miran a los seres que quieren. La carne de lagarto era deliciosa y en aquel ejemplar había carne para satisfacer con holgura el hambre de todo un día. El pastor, sin embargo, seducido por lo que de humano había en aquella criatura, correspondió a su mirada y procuró no moverse para que el animal no malinterpretara sus intenciones.

            Aquella aparición se repitió en los días sucesivos. Poco después de que llegara el pastor, el lagarto salía de entre las ruinas y se ponía sobre una piedra, al sol, de forma que su piel verde tintada de negro y amarillo y con pequeños círculos azules en los costados brillaba como si fuera una joya hecha con cientos de esmeraldas. Los lagartos comen huevos, insectos, ratones y otros reptiles menores que ellos, pero aquel lagarto gustaba de la misma comida que los hombres, como pudo comprobar el pastor cuando al retirarse veía que el lagarto devoraba sus migajas y lo que a él se le había caído de las manos. “Mira como los hombres y tiene el gusto de los hombres”, pensaba el pastor mirándolo a los ojos. Poco a poco se estableció entre ellos una relación parecida a la que une a un hombre con su perro. El pastor le tiraba trozos de su comida y el lagarto se bajaba de la piedra, la cogía en su boca y se la llevaba a la seguridad y al calor de la piedra para devorarla. Como el pastor tiraba cada vez más cerca la comida, el lagarto iba perdiéndole el miedo, y no tardó mucho en ir a comer a su propia mano. “Lagarto bonito, sal y ven a comer con tu amigo”, decía el pastor cuando llegaba a las ruinas del castillo. El lagarto salía enseguida de entre las piedras y se ponía a reptar a un lado y a otro, contento como un perrillo que oye la llamada de su amo. “Pareces una persona. Quizá lo seas. Quizá lo fuiste alguna vez. Quizá seas un príncipe convertido en lagarto por un mago envidioso de tu inteligencia o tu belleza”, solía decirle el pastor al lagarto cuando la extraña amistad del animal más le llegaba al fondo del alma.

            De las tres relaciones que unen a los seres (el parentesco, la amistad y el amor), la amistad es la más noble. No es menos mágica que el amor y, al contrario que éste, no es absorbente, ni tan engañosa y en nada nubla el entendimiento. El enamorado quiere poseer en exclusiva el cuerpo y el alma de la persona amada. El amigo no quiere poseer ni el cuerpo ni el alma, sino compartir las experiencias de un mundo pasajero y extraño. La amistad no es un sarpullido efímero que se acaba con el tiempo, sino que el tiempo la asienta y engrandece. La amistad no conoce límites ni aberraciones. Así, como el perro puede ser el mejor amigo del hombre, un lagarto puede ser el único amigo de un pastor.

            Si hay secretos para con la enamorada, no hay secretos para con el amigo. El pastor hablaba al lagarto de las cosas que le pasaban por la cabeza cuando oteaba el horizonte o cuando miraba el cielo, cuando se moría un ser querido y cuando pensaba en su propia muerte. “Allá abajo, en esas manchas blancas y rojas, viven seres como yo que al verme hablarte pensarían que estoy loco”, le dijo un día. El lagarto se ponía junto a él y miraba en la dirección que señalaba el dedo del pastor, como si lo entendiera. “Detrás de la línea donde se junta el cielo con la tierra, hay más cielo y más tierra, y toda la tierra está habitada por hombres como yo que viven ensimismados en su propio mundo”, le dijo en otra ocasión.

            Una tarde, después de que el pastor le hubiera hablado de las fatigas de las gentes que cogían aceitunas en las sierras del sur, el lagarto se mostró inquieto, giró varias veces sobre sí mismo, reptó hacia su agujero en las ruinas y se paró y volvió a reptar y a pararse, como si le indicará que lo siguiese. El pastor dio unos pasos tras de él. El lagarto se metió en el agujero y asomó la cabeza, para colocarse luego dando frente a su escondite, seguramente esperando la actuación de su compañero y amigo. Éste empezó enseguida a apartar piedras con sus poderosas manos, de forma que poco más tarde el agujero era una boca que conducía a un estrecho túnel. “Tu casa es más grande de lo que creía”, dijo sorprendido el pastor. Sacó de las alforjas un candil de aceite y, precedido del lagarto, se adentró con él en la cavidad. Lo que descubrió al final (un arca de madera llena de monedas de oro, joyas y piedras preciosas), por sorprendente que sea, no es lo más sorprendente de esta historia: lo sorprendente es que el pastor salió a la luz seguido del lagarto, miró al inmenso espacio que tenía ante sí y dijo: “Gracias, pero no lo quiero. Ya no sería el mismo. Ya no vendría a la sierra. Prefiero las reglas de aquí a las de esos sitios que ves pintados de blanco y de rojo. Dale esas riquezas a alguien que conozca las necesidades de los hombres y haga un buen uso de ellas”.

            El pastor volvió a tapar el agujero. Durante los años que siguieron, el pastor y el lagarto siguieron siendo amigos. Luego murió el pastor, y el lagarto, cuya edad nadie conoce, siguió buscando a alguien a quien regalar su tesoro, que todavía hoy se oculta en las ruinas del castillo de Miramontes, ubicadas en la pedrocheña sierra de Santa Eufemia.