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El barbero generoso
© Juan Bosco Castilla
Dicen que hubo una vez, en un pueblo de Los Pedroches, un barbero de más vicios que virtudes, socarrón en público con los débiles y en privado con los poderosos, hablador, imprudente y chascarrillero. Formaba con otros tres vecinos medio de su misma edad un grupito de críticos que ellos llamaban con no poca sorna tertulia y que solía reunirse poco después del atardecer en una taberna próxima a la barbería con el propósito de beber vino de Villaviciosa y jugar al dominó con unas pocas perras de por medio. Entre golpes formidables de las fichas sobre el tablero de la mesa y gruesas exclamaciones de júbilo o tristeza, Elías, el barbero, solía poner al corriente a sus contertulios de los chismes que circulaban por el vecindario. “Un pueblo sólo es libre si está bien informado. Escuchad”, decía sin poder contenerse una sonrisa burlona antes de arrancar con la crónica de las últimas novedades. Sus amigotes lo oían sin parar en sus golpes y exclamaciones, adornando la narración con insultos, carcajadas y breves comentarios obscenos dichos a voces y espurreando saliva vinosa sobre el tablero y las caras de los de enfrente.
– ¿Cómo puedes enterarte de todo eso? Porque yo no llego a la barbería y enseguida me pongo a largar de lo que debe ser un secreto –le preguntaron un día.
– La cabeza es como un puchero puesto al fuego. Si lo tapas, explota. Contarle a alguien las cosas que nos bullen en el cerebro es la única forma de que no nos salgan por las orejas.
– ¿Y por qué a ti y no a mí o a éste?
– Porque tú eres herrador y éste es jabonero, y no es lo mismo tener a un cliente sujetando a un mulo o viendo cómo se remueve la grasa que tenerlo sentado en un cómodo sillón y hacerle cosquillas en la cara con una brocha untada de espuma caliente. Yo tengo al cliente quieto y tranquilo y su oído no está lejos de mi boca. Cuando le hablo, y entonces mi voz es tan afable y dulce como la de un confesor, mis palabras llegan al sitio donde ese hombre fabrica sus pensamientos como llegaría un tubo a una corriente subterránea de agua. El resultado es un manantial cuyo caudal ya sólo depende de lo que ese hombre tenga que contar y de las ganas que yo tenga de oírlo.
– Tú a mí me tienes sentado, me hablas y yo te cuento mi vida: poco creíble me parece.
– Porque el sonsacar es un arte. Nosotros vemos a un pintor que coge el pincel, lo moja de pintura y lo refriega contra una tela. Eso lo hace cualquiera, sí, sólo que el pintor pinta cuadros y nosotros damos brochazos.
– Pues yo no te contaba ni el más insignificante de mis secretos.
– Ni yo tampoco se los contaría a alguien como yo. Pero ellos no me los cuentan a mí, sino al que creen que soy. Y no veáis en esto algo extraordinario: al fin y al cabo, para nosotros los demás no son sino lo que parecen ser. Es más, todo lo que vemos y oímos, todo lo que tocamos, olemos y gustamos no es sino lo que parece que es, no lo que es en realidad. ¿Cómo, si no, puede entenderse que una mujer se enamore de un tío malasombra y contrahecho? Pues las hay que en vez de enamorarse de nosotros se enamoran de esa clase de gente. ¿Y sabéis por qué? Porque para ellas no son como son sino como los ven y como los sienten. Os lo aseguro: hay tipos que tienen un arte especial para seducir porque se venden por lo que no son. Yo debo conformarme con mucho menos. ¡Qué más quisiera que haber sido un donjuán, con lo que a mí me gustan las mujeres!
Y a renglón seguido contó que un forastero jorobado y feo le había confesado haber seducido a una mujer casada del pueblo hasta el punto de beneficiársela todos los días en la cama conyugal mientras el marido jugaba a las cartas y bebía vino en una taberna.
– Eso es un pegote y lo dices para asustarnos –dijo uno.
– Hay que ver lo que nos reímos cuando los cornudos son los otros –contestó el barbero–. Pues que conste que no lo digo para asustaros, ni para preveniros tampoco. Allá cada cual con lo que lleva sobre su cabeza.
– Aunque sea cierto lo que dices, y aunque sea cierto que ese forastero se acuesta con una mujer, estoy seguro de que no es con la mía: ahora casi todos los hombres del pueblo están en las tabernas y casi todas las mujeres están en sus casas. Las rifas siempre les tocan a otros. Mucha mala suerte sería que a mí, que no creo en la suerte, me hubiera tocado el hacer de cabrón habiendo en este pueblo tantas papeletas repartidas.
– Más preocupado estaría yo, pues si es cierto que la buena suerte puede no llegar nunca, lo mala suerte acecha hasta que llega. Si te vale un ejemplo, apunta éste: siempre son otros los que tienen la mala suerte de morirse –contestó el barbero.
– Mi mujer me quiere –dijo otro–. No estaría más seguro de su fidelidad si la tuviera encerrada en un calabozo bajo siete llaves.
– Amigo mío, todo lo que existe deja de existir algún día. También el amor. Sólo que mientras la muerte de lo demás se constata enseguida por las señales que deja la putrefacción, la muerte del amor no siempre se constata, pues continúan existiendo las formas en que se presenta ante nuestros ojos.
– El que no está preocupado soy yo –dijo el tercero–, porque mi mujer es un callo seboso y peludo. Con todas las mujeres que hay en el pueblo, si un forastero seduce a una mujer, no será a la mía, sino a otra que valga la pena.
– No estaría yo tan seguro. A no ser que el forastero sea un embaucador fuera de lo común, no puede aspirar sino a algo que sea de su nivel –respondió el barbero. Y luego añadió–: De los aquí presentes, el único que está a salvo de una cornamenta soy yo, y sólo porque tengo la desgracia de estar viudo. Hay mujeres más de fiar que otras, pero ninguna lo es del todo, quizá porque tampoco nosotros lo somos: no en vano, para que vuestra mujer os engañara haría falta un hombre.
Los compañeros de dominó del barbero se callaron. De no haber estado con ellos en la taberna, de haberles contado la historia en cualquier otro momento, hubieran sospechado que aquel forastero contrahecho era en realidad el mismo barbero, quien no conforme con ponerle los cuernos a uno de sus amigos jugaba con él delante de los demás. Como eso era imposible, le reconocían maldad bastante para contar delante de todos una certeza bajo la apariencia de posibilidad. Por eso, contra lo que tenían por costumbre, no esperaron a jugar más partidas. Balbucearon una excusa al terminar aquélla y cada uno se fue a su casa dejando sobre la mesa las fichas como estaban y las perras de la apuesta.
Tras el anochecer del día siguiente, los amigos del barbero llegaron como siempre a la taberna. Ninguno de ellos había encontrado en la noche anterior nada raro al llegar a su casa. Ninguno de ellos quiso admitir que su repentina marcha había sido una huida hacia la confirmación de una sospecha. Ninguno de ellos habló del asunto. Tampoco el barbero. Aunque todo parecía normal, mientras en el corazón del barbero anidaba la satisfacción por la burla, en el de los demás crecía sin medida el rencor y el afán de venganza. Sólo que al ser el barbero más inteligente, sus burlas resultaban ser más sutiles que las burlas de sus amigotes.
A uno de éstos se le ocurrió sobre la marcha una de zafia construcción que, sin embargo, fue la que acabó quedando en la memoria colectiva de las gentes. Dicen que, mientras los amigos jugaban al dominó, entró en la taberna un mendigo sucio, desharrapado y con la barba de varias semanas que con voz lastimera pidió al tabernero la caridad de un botellín de vino.
– Mal puede pedir vino quien tiene el hambre dibujada en el rostro. Anda, vete de aquí y vuelve cuando aparentes estar harto de comer –le contestó el tabernero.
El mendigo, sin emitir una queja, agachó la cabeza y dio media vuelta en ademán de irse.
– Alto ahí –dijo entonces uno de los amigos del barbero, que había seguido atentamente la escena–. Ponle a ese hombre un botellín, que yo pago: al hambre le vendrá mejor el pan, pero a las penas del hambre le viene mejor el vino.
El tabernero le puso de mala gana el botellín al mendigo y éste se acercó humillado a su benefactor para darle las gracias.
– No hay de qué –recibió como contestación–. Y además le voy a decir una cosa: ya que no podemos darle vestido, porque nuestras economías no son muy boyantes, lo vamos a afeitar de balde para que vaya usted curioso. Bueno, lo va a afeitar este amigo mío, que es sin duda el mejor barbero del pueblo.
El mendigo sonrió estúpidamente. Él no quería que lo afeitarán. Lo que quería era beber vino hasta emborracharse y encontrar un lugar caliente donde pasar la noche.
– No hace falta, gracias –musitó al fin, encogido y mirando al suelo.
– Ni gracias ni nada, hombre. He dicho que usted se afeita de balde y usted se afeita de balde. ¡Faltaría más! –sentenció el amigo del barbero. Y dirigiéndose a éste, añadió–: Es decir, si mi amigo no se opone a esta caridad.
– Hombre, no son horas, tengo la barbería cerrada y parece que él no tiene muchas ganas –contestó el barbero.
– Que si tú no quieres hacerlo de balde, pago yo –dijo su amigo echándose mano al bolsillo.
– No es por la ganancia, sino porque a estas horas no son propias de andar afeitando a nadie.
– ¿Es que hay horas para la caridad? Que si hace falta, también pago un suplemento. A ver si vamos a tener que buscar a otro barbero para afeitar a este pobre hombre.
A aquellas alturas ya estaban pendientes de la decisión del barbero todos los ojos de la taberna. Incluso desde otras mesas se oían voces que le reprochaban su indecisión.
– Bueno, vale. Vamos ahora mismo –contestó finalmente el barbero, sabedor de que al ceder se estaba dando por burlado.
Nadie tuvo en cuenta la resistencia del mendigo, ni siquiera el que lo agarró del brazo y lo sacó a la calle entre el barullo de los cuatro amigos y otros tantos parroquianos que por rencores antiguos quisieron participar de la burla para ejecutar su propia venganza. El barbero, que encabezaba el cortejo, abrió la puerta de la barbería a tientas, pues había muy poca luz en la calle, y encendió un candil que dejó en tinieblas el local. “Sentadlo en la silla”, dijo cuando entraron al mendigo, con el mismo tono que si hubiera dicho tendedlo en la mesa de sacrificios. “Así que un afeitaíto, ¿no? Bien, hombre, bien”, añadió luego dirigiéndose más que al mendigo a quienes lo traían a la fuerza, con las mismas palabras que solía dirigirse a la clientela aunque con las inflexiones de voz cambiadas, como si a renglón seguido hubiera pensado ahora os vais a enterar de lo que es un afeitaíto. Al mendigo se le heló la sangre. Y llevaba razón al temerse lo peor, pues el barbero, lejos de allanarse a la burla, quiso tomarse la revancha devolviendo el golpe en la única cara que tenía al alcance, que no era sino aquélla que iba a rasurar. Para ello, y aprovechándose de que la oscuridad dejaba impune la verdadera naturaleza de su acción, enjabonó la barba poco y a rodales y la rasuró luego con una cuchilla mellada que sólo utilizaba para quitarle el moho a la puerta y diseccionar saltamontes, escarabajos y mariposas. Los gritos del mendigo se oyeron en la otra punta del pueblo, apenas ahogados por las carcajadas de los vengativos amigos del barbero. “Cómo grita, el muy cabrón”, decían. “Ni que lo estuvieran capando”.
Nunca más se supo en el pueblo de aquel mendigo.
Dicen que al día siguiente, estando los amigos jugando al dominó en la taberna de costumbre, oyeron los alaridos de un perro, torturado a patadas por una pandilla de adolescentes mostrencos.
– ¿Qué le pasará a ese perro? –preguntó el barbero como si tal cosa.
– Que lo están afeitando de balde –contestó el amigo que había urdido la trama del día anterior.