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La mujer del lago
© Juan Bosco Castilla
Oí por vez primera la historia a un discípulo de Abbas, el vidriero, en el bazar de un sirio. Según me contó, Rodrigo, un muladí de Córdoba, había vendido a buen precio una cantidad considerable de trigo. Extenuado de andar toda la mañana entre la algarabía del zoco y tan feliz como sediento, en cuanto llegó a su casa fue directamente al pozo, volteó la bolsa con las monedas y la dejó sobre el brocal. Pero la fortuna quiso que resbalara cuando tiraba del caldero y que, para no dejar caer la soga al vacío, hiciera un brusco movimiento y empujase la bolsa hacia las profundidades.
Afligido sobremanera, caminó por el pequeño patio mesándose los cabellos, arañándose la cara y llorando hasta que de pronto se detuvo bajo una parra y pensó que era de estúpidos perder el trabajo de tantos días teniendo tan cerca la recompensa. No lo dudó más, ató el extremo de una cuerda al tronco de un olivo y se descolgó por el agujero. Abajo, a punto de tocar el agua, oyó un chapoteo lejano y, al mirar hacia un lado, descubrió algo escalofriante. “Dios mío –murmuró entonces–, el infierno es un lago gigante”. Sólo arriba echó de menos la bolsa con las monedas, pero no le importó, porque a cambio conocía un secreto extraordinario.
En las horas que siguieron le dio muchas vueltas al trance. Pensó, por ejemplo: “Más increíbles maravillas oí de los canales de Mesopotamia, y son ciertas, pues nadie pone en duda las palabras de la multitud”. Y también: “No hay tal secreto, pues antes que yo bajó el pocero, y de ser algo extraordinario lo hubiera pregonado”. El caso es que, no pudiendo permanecer por más tiempo con aquella incertidumbre, volvió a descolgarse por el hueco, esta vez con una resolución que lo tuvo enseguida en el fondo, donde comprobó con regocijo que el agua no le llegaba más arriba del ombligo y que el suelo era arenoso, por lo que no le fue difícil encontrar la bolsa tentando con los pies. Con ella en la pechera, trepó por la cuerda, guardó las monedas en una alacena, escondidas en un tarro con dulce de membrillo, y tornó abajo provisto de un cirio, esta vez a la aventura.
Rodrigo exploró las profundidades cuidando dónde ponía los pies, pero sin orientación alguna, y ante sus asombrados ojos fueron apareciendo una sucesión de galerías con carámbanos pétreos que colgaban del techo, hasta que, finalmente, la fantástica visión de una sala gigantesca apareció ante él. En su techo, multitud de agujeros abrían esbeltas columnas de luz que se apoyaban sobre la superficie de un lago gigante y por las que, de vez en cuando, bajaba un cubo que chapoteaba y volvía a subir a tirones o con el chirrido lejano de una carrucha como acompañamiento.
Estuvo un rato sentado en una piedra redonda, perdido su entendimiento en el inmenso espectáculo que se le ofrecía, hasta que sintió el calor de la llama del cirio. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo estúpido que había sido. ¿Hacia dónde iría ahora? ¿Cómo encontraría el camino de vuelta?
Sin perder más tiempo, se puso a andar a oscuras o guiado por los haces de luz que entraban por los agujeros, con una voluntad desesperada y sin provecho alguno. Por fin, dio por seguro que en aquel laberinto no encontraría su pozo e intentó trepar por otros, aunque fue en vano, pues o el techo estaba muy alto, o las paredes eran muy lisas, o el agua demasiado profunda le impedía saltar, y si se agarraba a los calderos, las sogas que los sujetaban caían entre gritos de horror y maldiciones, como si él fuera el hombre malo de las profundidades, ese que según se cuenta se come crudos a los niños traviesos y sale de noche a raptar doncellas y adorar a la luna.
La noche cayó varias veces. Lo supo porque los puntitos de luz morían poco a poco y luego, tras un período de silencio y oscuridad total, tornaban lentamente y, con ellos, el movimiento de los cubos. Ese ciclo ocurrió en diez ocasiones. Al cabo, Rodrigo no tenía hambre ni sentía el cuerpo. “Habré muerto”, se dijo. “Esta debe ser la soledad de la muerte”. Pensar esto lo reconfortó, y por primera vez desde que se había perdido durmió tranquilamente. Los sueños, sin embargo, le torcieron los pensamientos, y despertó sabiéndose vivo y desgraciado.
El reconocimiento de su realidad lo dejó postrado, y hubiera muerto irremisiblemente de no ser por un acontecimiento imprevisto: ocurrió que un hombre cayó por uno de los agujeros del techo de la gran sala provocando un estrépito en la lámina de agua e, inmediatamente después, un chapoteo desesperado. Iba a tirarse a salvarlo, cuando una mujer emergió de las aguas, rodeó con uno de sus brazos el cuello del desconocido y lo arrastró hacia las profundidades. Todo ocurrió en unos instantes, de manera que en cuanto la superficie del lago estuvo otra vez lisa pareció que todo había sido una alucinación provocada por el cansancio y por el hambre.
Para confirmar su propia situación, Rodrigo repasó mentalmente los acontecimientos hacia atrás y no halló ninguna falla: todo era objeto de algo y consecuencia de algo. Estaba dentro de la tierra porque había bajado por una cuerda atada a un olivo, bajó porque se le cayó la bolsa de monedas, venía del zoco porque había vendido una partida de trigo...
Absorto en estos pensamientos, no oyó el suave siseo del líquido que se movía, por lo que la voz que lo llamó después le produjo un gran sobresalto. Una mujer desnuda, aquella que había aparecido y desaparecido, caminaba hacia él emergiendo poco a poco de las aguas mientras atravesaba varias columnas de luz.
– ¿Eres un suicida? –le preguntó con una voz extrañamente dulce cuando estuvo a unos cuantos metros de él.
Rodrigo sintió que no era más que ojos y oídos y que no podía hablar, ni moverse, ni pensar.
– No –contestó, como si hubiera hablado otro, como si la voz hubiera venido del fondo de la caverna.
Y, sin embargo, aquella hermosa mujer lo había escuchado a él y seguía mirándolo.
– ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? –le dijo.
Entonces sí, entonces el cansancio, el hambre y el abatimiento le devolvieron su desvalida anatomía y se sintió en toda su humanidad.
– Llevo aquí muchos días, no encuentro el camino de vuelta a mi casa –tartamudeó.
La mujer se acercó aún más y le explicó que venía de una ciudad de piedra construida en el fondo del lago, que sus congéneres no podían vivir fuera del agua y que alcanzaban tal edad que sólo morían de la enfermedad del aburrimiento, cuando habían hecho y no hecho todas las cosas posibles tantas veces que no les quedaba ningún recuerdo importante.
– Ese hombre era un suicida arrepentido –añadió luego–. Hay suicidas que al ver la muerte tan cerca tienen miedo y quieren vivir. A esos los recogemos y los llevamos a una ciudad situada en una burbuja, y, llegada su hora, mueren. A los que quieren morir los llevamos a una ciudad donde viven eternamente.
Rodrigo pensó en la crueldad del castigo.
– No hay pecado que merezca tal pena –dijo.
Luego, le pidió algo de comer, y la mujer le trajo una red a manera de hatillo con ostras y frutos acuáticos. Él comió primero los frutos, que eran jugosos y de semillas como piedras preciosas, y luego las ostras, dentro de cada una de las cuales encontró una perla grande como un huevo de perdiz.
– En tanto estés aquí, vendré a traerte ostras y frutos –dijo Iria, que así se llamaba la mujer.
Y, en efecto, a partir de entonces acudió cada mañana con el hatillo repleto. Mientras Rodrigo comía, ella lo observaba en silencio, recostada en la orilla con medio cuerpo dentro del agua, y luego se entretenían contándose historias de sus respectivos mundos.
Una vez, después de algún tiempo, Iria dijo que era tan vieja que todo lo había visto y ya nada podía asombrarla. Sin embargo, a pesar de su edad, no aparentaba más de diecisiete o dieciocho años.
– Si pudiera, me iría contigo arriba –confesó.
– Morirías pronto –le contestó Rodrigo sonriendo.
– Aunque muriera pronto. Me iría contigo arriba aunque muriera pronto.
Los días pasaron sin más variaciones sobresalientes que el sosiego de saberse cerca y el desasosiego de la separación, conocedores de que su origen distinto les marcaba un destino diferente. Era notorio, pese a no existir confesión alguna ni concretas palabras al uso, que estaban enamorados, y nunca supieron cuándo empezaron a alterar con sus actos de amor la paz del aire y la quietud del agua.
Un día, mientras Iria estaba ausente, Rodrigo encontró por casualidad la boca de su pozo.
– Iré, venderé las semillas de los frutos y las perlas de las ostras y te traeré los regalos de una princesa –le declaró a su amada.
El muladí subió a la superficie y volvió, en efecto, con unas alforjas llenas de horchata y miel, con dos cestas de mimbre en las que había guardado alcachofas, altramuces, albaricoques, berenjenas y azúcar, y con un arca de caoba y marfil llena de vaporosas telas recamadas en Alejandría, tules de seda, algodón e hilo, tafetanes de cincuenta colores, platos pintados envueltos en papel de china y cristales y espejos de la fábrica de Abbas, el vidriero, con marcos de cuadritos pequeños como un cabeza de alfiler. De otra arca más pequeña sacó el collar que un orfebre cordobés había hecho con las perlas, una ajorca con incrustaciones de aljófar robada a un canciller del imperio Bizantino y vendida en el zoco sin permiso del almotacén y diademas, broches, pulseras de oro y diamantes e infinidad de alhajas más que dejó sobre las rocas, entre la bruma del sándalo y densos extractos de flores exóticas.
Allí mismo se fueron acumulando las riquezas. Al lado, ellos torcían la soledad del mundo amándose, angustiados porque el tiempo lo hacía todo efímero. Querían aprovechar cada momento para amarse más intensamente, pues Rodrigo envejecería poco a poco frente a la juventud sin fin de Iria, amarrado a su cuerpo húmedo, y ella lo sabía, como sabía que esta experiencia la haría eterna, pues nunca contraería la enfermedad del aburrimiento teniendo tales recuerdos.
– Oí una vez la historia de una bruja que se enamoró de un mortal –le había dicho Rodrigo–. Debía de ser el adelanto de nuestras vidas.
Casi todas las versiones que hay sobre esta historia están de acuerdo en que Rodrigo salió un día de las profundidades y no volvió, pero discrepan en el porqué. Para el más afamado de los orfebres, Rodrigo murió apuñalado por unos ladrones en una plazuela del zoco cuando estaba usurpando la identidad de otro.
Haled, el narrador, remata esta historia con una moraleja: “Mientras el amor se cansa de servir a los seres humanos, el dinero nunca se cansa de tentarlos”. Para él, el muladí tomó las perlas y las piedras preciosas y se embarcó rumbo a Sicilia, desde donde pasó a Génova, ciudad en la que creyó de nuevo en Cristo.
Según la versión que escuché en una posada de la ribera, un cristiano lo mató en una riña y su cadáver fue arrojado al río.
Algunos han querido saber la verdad de todo y han bajado al pozo de la casa de Rodrigo, donde han encontrado que una roca cierra el paso de un posible túnel. Como otros aseguran haber visto en la lámina de agua de sus pozos a una mujer increíblemente hermosa, la gente ha acabado suponiendo que es el reflejo de Iria, que emerge de las profundidades del lago para buscar a su amante.
Ninguna de esas versiones coincide con la del discípulo de Abbas, el vidriero, a la que yo doy toda la credibilidad, dado que el muladí acudió varias veces a su almacén por cristales y espejos y conocía la historia de primera mano.
– Rodrigo simplemente no volvió a subir a la superficie –me aseguró–. Iria no quería más regalo que tenerlo junto a ella y él no tenía más interés que vivir a su lado. La piedra la puso Rodrigo por dentro para que nadie molestara su intimidad de siglos tras descubrir que no envejecía en el lago. Ciertamente es Iria la mujer de los pozos, pero no busca a su amor, pues está con ella, sino algo imposible de encontrar en las profundidades: el cielo. Iria adora el cielo